marzo 11, 2021

Moises Ville – La epopeya de una familia

SENCILLA EPOPEYA DE LEJANOS ORÍGENES(I)

    Félix Pal

Hagadá de Pesaj: «En cada generación, cada uno de los individuos debe sentir                             

                               que es él quien sale de Egipto, de la casa de la esclavitud».

El viejo mundo hostil

Tal  como sus antepasados desde hacía tres siglos, Marcos, mi bisabuelo,  regresaba de la sinagoga reconfortado por la fe, pero sin poder disimular su preocupación. Un jinete errabundo había esparcido historias espeluznantes, acerca de un pogromo ocurrido en Grodno pocos días atrás.

Desde que habían llegado a ese perdido pueblito de Bielorrusia para asentar una comunidad, expulsados por algún estado alemán cuyo nombre y ubicación se les había borrado de la memoria hacía muchísimas generaciones, no hallaron  alternativa, no parecía haber escapatoria; debían asumir que al cotidiano desprecio de sus vecinos cristianos, se sumaran, de tanto en tanto, una de esas carnicerías y depredaciones inspiradas por el odio, o la perversa necesidad de algún poderoso. El populacho exaltado descargaba, entonces, sobre sus humanidades y escasos bienes, todo su rencor y frustración. Sin embargo, atesoraban la esperanza que manaba de los libros sagrados, a los que leían inclinándose cadenciosamente, con ritmo pausado. A modo de consuelo, cada tanto rememoraban leyendas que decían que habían conocido tiempos de paz y prosperidad, bajo la autoridad de algún remoto rey polaco. El destino quiso luego que el zar de Rusia se apodere del país. Desde que se convirtieron en súbditos de este monarca, cualquier disconformidad de los gentiles se transformaba en brutal agresión a ellos dirigida. Estos episodios habitualmente comenzaban con la aparición de partidas de cosacos, generalmente borrachos, que, sable en mano, eliminaban, sin apearse del caballo, a los primeros judíos que se les cruzaban en su alocada carrera. Después, si comprobaban que eran aceptados como cómplices, no eran pocos los habitantes del pueblo que se sumaban al saqueo y la matanza. Siglos jurando cada año que el próximo los hallaría en Jerusalén, allí donde había reinado el mítico David, pero la realidad era que no tenían adonde ir.

Apuró la marcha, era la tarde del viernes y debía llegar antes del anochecer. La vereda  angosta lo obligó a bajar al barro de la calzada, al cruzarse con transeúntes cristianos. Era la forma de evitar ataques a los que no podía responder, los judíos debían ceder el paso enlodando pantalones y zapatos.

No bien entró en la modesta y casi ruinosa casa, Taibe, su mujer, con la cabeza cubierta, comenzó a musitar las oraciones y bendijo las velas. Poco después se sentaron a la mesa acompañados por los seis hijos varones que vivían con ellos; el mayor Josías, casado hacía poco, residía en una aldea cercana y Jacobo y su mujer, en el mismo pueblo. Oraron, agradecieron al Señor; y luego comenzaron a comer animados por una conversación colmada de chismes que, en general, concernían a las figuras destacadas de la comunidad: el rabino y maestro, el guardián de la sinagoga o el matarife. Era la primera noche serena y estrellada después de varios días lluviosos, a mediados de un otoño en que el clima templado atrasaba la llegada de las primeras nieves. Sólo el tenue murmullo de las voces familiares, que apenas si se filtraba de las casas judías, interrumpía el plácido silencio. Los chicos, sobre todo el adolescente José, alto y enjuto como su padre, se mostraban insaciables durante la cena de los viernes. Apenas Marcos llevaba el primer alimento a su boca, comenzaban a devorar la comida hasta dar cuenta del último resto de guefilte fish y knishes con que su madre los agasajaba. Esa mesa tan especial era la introducción al sagrado sábado. La animada conversación de la sobremesa, durante la cual consumían el lekaj casero y se servían del samovar varios vasos de té, se interrumpió bruscamente. José, gesticulando, pedía silencio porque había percibido el lejano galope de un grupo de jinetes. Generalmente la alarma era infundada y bastaban pocos minutos para que la tranquilidad reinara otra vez; pero en esta ocasión el rítmico sonido de los cascos aumentaba en intensidad. Petrificados, oyeron primero el relincho de un caballo y luego el grito de una mujer seguido de voces que imploraban. Todo sucedía en el vecindario. Pronto distinguieron las llamas en las casas vecinas. Ante la evidencia, Marcos, que jamás había violado el precepto que le impedía apagar las velas, las acomodó de tal modo que su llama no fuese percibida desde el exterior. Luego, por medio de gestos, le pidió ayuda a José para trabar la puerta con la mesa, al tiempo que le exhortaba a Taibe y los otros niños que cierren los postigos de las ventanas. Después quedaron todos abrazados en el centro de la habitación, quietos, en penumbras y en el mayor de los silencios, mientras afuera se intensificaba el estruendo y el rancio olor de los incendios invadía el hogar.

Algunas horas después, cuando del tumulto sólo restaban el fuego que consumía  las viviendas de madera y el lejano y apagado llanto de alguna víctima, se separaron con gran temor, mirándose consternados. Apartaron la mesa y Marcos entreabrió la puerta. A través del resplandor, alcanzó a distinguir las sombras de algunos vecinos que se afanaban frenéticamente, cargando objetos que habían sustraído en la confusión, se trataba de despojos del pillaje. Mucho después, cuando el sábado amanecía, de las casas asaltadas sólo quedaban restos humeantes y a nadie se advertía en las cercanías. Entonces se atrevió a salir acompañado de sus hijos mayores. Nunca comprenderían la razón por la que se habían librado de la furia asesina, pero el hecho cierto era que pocas familias habían zafado del espanto. Cómo la sinagoga también había sido parcialmente destruida, acompañó a los vecinos sobrevivientes para recoger los cadáveres y amortajarlos. El resto del ceremonial deberían efectuarlo el día siguiente, no bien despuntase el alba. Así fue, en silencio, como si eso conjurase el peligro de nuevos infortunios, los adultos y algún huérfano cuyos padres habían caído dos noches antes, colocaron los restos en carros y se encaminaron al camposanto, donde, siguiendo el ritual, los cadáveres o lo que quedaba de ellos, fueron lavados prolijamente y nuevamente envueltos en mortajas. Después, una vez depositados los cuerpos en las sepulturas, el deudo indicado rezó la tradicional oración alabando al Señor y rogando por el alma del difunto. Luego procedieron a echar la tierra que los cubriría para siempre. Enterado de la desgracia, el hijo mayor llegó cabalgando desde el pueblo vecino donde residía. Taibe lo puso al tanto de las novedades y él se dirigió presto al cementerio. Encontró en la entrada a su padre, que ya se retiraba del lugar y se abrazaron en silencio. Luego, los jefes de familia sobrevivientes se reunieron  en la casa de Mauricio Kristal. A pesar de la tristeza, la amargura y el temor, no tardaron en enzarzarse en una acalorada discusión.  Mentando profecías e interpretando pasajes de las sagradas escrituras transcurrieron unas estériles horas, es que la realidad no parecía depararles otro consuelo.

Pocos meses después, el duro invierno de la Europa oriental no detuvo al mensajero, un polaco residente en Varsovia, el que compareció en el perdido paraje. Comisionado por un remoto judío alemán asimilado a las costumbres de los infieles, venía a enterarse por boca de testigos directos, de las desventuras que asolaban a sus correligionarios en esa zona del imperio del zar. Al principio recibieron con cierta desconfianza sus palabras, expresadas en un idish de extraño acento. No obstante, se vieron obligados a escuchar atentamente sus dichos, pues el  rabino fue contundente; quizás pudieran esperar algo de este sujeto, con más aspecto de funcionario civil que de judío piadoso como ellos. La exposición del viajero, no hizo más que aumentar el recelo de sus interlocutores que se sintieron decepcionados cuando comprendieron que sólo venía a indagar sobre los luctuosos sucesos del otoño. Venciendo suspicacias, el dignatario religioso comenzó a explicar lo acontecido, luego los demás se fueron animando y reforzaron el relato con detalles que aquel había dejado de lado. Después presentaron al forastero a los huérfanos que milagrosamente habían salvado sus vidas. Por último recorrieron con él las ruinas de las viviendas destruidas y visitaron las recientes tumbas. El huésped, alojado en la casa del sacerdote, prolongó su estadía por tres días y partió prometiendo regresar. En el ínterin llegaron noticias de otras agresiones, sufridas por diferentes comunidades, esparcidas en los vastos espacios de la Rusia occidental.

Contrariando los pronósticos pesimistas, el representante del distante amo regresó en el verano con una propuesta concreta. La reunión en la sinagoga en proceso de reconstrucción fue convocada con premura. Las palabras del forastero consistieron en una breve, concisa exposición: el Barón bávaro Moritz von Hirsh auf Gereuth había adquirido un extenso predio en un país llamado Argentina y, animado por el propósito de ayudarlos, les prometía parcelas que les permitirían dedicarse a la agricultura en dicha nación. Les aseguró que serían bien recibidos y tratados como ciudadanos, en una comarca donde existía libertad de cultos y donde, enfatizó, nadie había sido molestado jamás por su condición de extranjero o por su religión. La respuesta a esta inquietante proposición fue, en principio, un pesado silencio. Lentamente, todas las miradas convergieron sobre la figura del rabino que meditaba acariciándose la blanca barba. Hasta que por fin, luego de un rato largo, él habló.

–¿Dónde queda ese territorio?

–En América, mejor dicho en el sur de América.

–¿Quiénes son sus habitantes, que religión profesan, ya hay judíos allí?

–Desde 1883 la pequeña comunidad de la capital que se llama Buenos Aires, tiene un rabino. La comarca es inmensa y en buena medida deshabitada. Fue una colonia española hasta que se independizó hace menos de un siglo, ahora fomentan la inmigración y hay muchos pobladores de origen europeo, casi en su totalidad cristianos.

Dado que los estudios seculares prácticamente les estaban vedados y su única cultura provenía de la lectura de las sagradas escrituras, los presentes sólo tenían vagas nociones de geografía. Desorientados, no atinaron a emitir alguna respuesta coherente. En vista de la situación, el enviado trató de precisar las condiciones: para comenzar, les serían facilitados los pasajes hacia el puerto de la capital. Luego los guiarían hasta su definitivo lugar de residencia, en un pequeño pueblo del interior habitado por judíos, llamado Moises Ville. Allí se le entregaría a cada familia una parcela y aperos de labranza, todo esto lo pagarían con el producto de su trabajo, el préstamo sería a muy largo plazo. Sacarlos del infierno ruso, ningún otro motivo movía al benefactor. A continuación, desplegó ante sus escépticas miradas un planisferio para señalar el punto donde se encontraban y el remoto destino. Quedaron estupefactos.

–¡Si este es un croquis que abarca el mundo en su totalidad, nos mandan a su fin, allí donde la tierra termina! –atinó a decir Marcos que miraba la representación geográfica con ojos desorbitados.

–¿Qué clima se puede esperar de un sitio tan distante, el suelo es fértil?—preguntó alguien.

–Me han informado que se trata de una región agraciada por la mano del Señor, bendito sea su Nombre, tiene un área extensa que es templada y de una fertilidad asombrosa.  En sus extremos, el clima es caluroso en el norte y frío en el lejano sur.

–Parece un lugar diseñado con los pies hacia arriba—señaló otro, sin ocultar un gesto burlón.

–Allí los vientos fríos o tibios soplan a la inversa de lo que aquí sucede. Del mismo modo, en diciembre es verano y en junio caen las peores heladas.

–Todo eso es inquietante y nada tranquilizador. Seguro que nos mandan allí donde la nieve arrecia—afirmó Kristal.

–Todo lo contrario, el Barón que compró tierras fértiles en sitios templados, les ofrece a ustedes las ubicadas en un lugar que en verano es algo caluroso.

La pequeña asamblea, inquieta y conmovida por tantas noticias extrañas, quedó en silencio por unos minutos, hasta que Marcos fue al grano.

–¿Esos cristianos son mejores que los que tan bien conocemos?

–Es una nación que recibe gentes de todas partes del mundo, allí las cosas son diferentes—respondió el polaco—. Aquí todos son bielorrusos, o rusos que para el caso es lo mismo, o peor aun cosacos. Salvo ustedes, las eternas víctimas.

–¿Y si nos vamos a Zíon? Nunca dejamos de añorar a Jerusalén—terció Aarón, el hermano menor de José. 

–El gobierno Turco domina el territorio y no los vería con simpatía. Tendrían que arreglarse por su cuenta en una región en buena parte desértica. No podrían siquiera costearse el viaje hacia un país casi deshabitado y carente de oportunidades.

—La tierra donde fluían la leche y la miel—reflexionó a media voz Jacobo, conocido por su mal carácter.

El comentario originó una mirada fulminante del rabino, indignado por la referencia irreverente. A medida que las discusiones cobraron fuerza, se pudieron escuchar todo tipo de propuestas. Después de casi una hora, la autoridad religiosa puso fin al debate imponiendo su criterio.

–Es un tema muy delicado, —dijo, tratando de poner paños fríos— alojaré al que pretende ser nuestro protector en mi casa, por una semana. En este tiempo cada familia decidirá, si acepta desafiar a la vida en ese sitio distante o prefiere permanecer aquí.

Marcos se dirigió cabizbajo a su humilde morada.

–¿Qué propone el polaco?

–Nos sugiere viajar a un país lejano, que está al otro lado del mundo y donde todo parece ocurrir al revés. Nunca lo oí nombrar, ya ni me acuerdo como se llama.

Taibe, muy blanca, con una clara cabellera castaña y ojos azules, algo entrada en carnes y de corta estatura, se caracterizaba por su buen humor. Un innato optimismo que le había permitido, hasta cierto punto, ignorar las acechanzas de una existencia sacrificada y en difuso, constante peligro.  Confirmando sus antecedentes, una vez al tanto de la oferta, emergió en ella esta condición, a pesar de lo serio del tema.

–Puede ser interesante, aquí ya sabemos lo que nos espera…….si es todo tan diferente, podemos ilusionarnos con una vida más tranquila.

El alto y delgado Marcos, consideraba el tema con aprensión y realismo.

–Tenemos seis hijos.

–¿Y qué les ofrecemos si no buscamos otra oportunidad, hay cosacos allí? Dice el rabino que hablamos idish porque alguna vez nuestra familia vivió en Alemania, de donde nos echaron……………..de este imperio no nos expulsan, pero se arrojan sobre nosotros cada vez que su señor está en dificultades. Los cristianos sufren las consecuencias, se enfurecen y buscan quién pague. No tenemos derecho a casi nada, nos ofrecen en ese lugar trabajar la tierra, oficio que no sabemos ejercer porque aquí lo tenemos prohibido, igual que estudiar algo distinto a nuestra religión.

–Esos saberes no los necesitamos, tenemos la Torá y su infinita sabiduría.

–El mundo está cambiando Marcos, ya hemos oído de máquinas que arrastran vagones con más fuerza que cien caballos y de barcos que se mueven por el mar sin necesidad de velas. El porvenir de nuestros hijos merece que corramos el riesgo.

–La tierra es un lugar peligroso………………..lleno de cristianos, hablaré a solas con el rabino.

El religioso fue contundente.

–Decime Marcos, ¿qué podés esperar quedándote aquí? ¿Salvarte del próximo pogromo?

–Con todo respeto rebe, aquí están enterrados nuestros antepasados ¿Quién les va a rezar?

–Como yo me quedaré y el día que el Señor me llame, alguien me reemplazará, ese no es un motivo. Siempre habrá una plegaria para ellos. Además ¿Qué garantía tenemos de que algún día no se les ocurra profanar nuestros cementerios? Ya lo han hecho en el pasado……….. ¡Que el Señor nos libre de tener que soportar otra vez esa pesadilla, que nos exima de tal maldición! Pensalo bien, tenés que tener el acuerdo de Taibe…………………

–Usted la conoce. ¡Ella es la que quiere irse de aquí! Nunca supe de dónde saca la jovialidad, tiene que ocurrir algo muy grave para no encontrarla con una sonrisa adornando su rostro. Es evidente que no le teme a los riesgos.

–Si parten al nuevo destino, es conveniente casar antes a José.

–Creo que le gusta su prima lejana, la hija menor de Efron.

–¿Raquel?

–Sí. Charlan apartados en cuanta ocasión tienen, se buscan.

— De decidirte por la aventura y ellos lo consienten, con gusto oficiaré la unión. Tu hijo es un varón bien plantado, alto y delgado; ella es una petisa preciosa, de hermosos ojos claros. Te darán satisfacciones y tendrán mi bendición, como la que concedí a su hermano mayor, felizmente casado, según tengo entendido.

Siguieron días agitados e interminables debates. Ante el súbito frenesí que se había apoderado de sus habitualmente pacíficos y temerosos vecinos, extrañados estaban los cristianos que vivían en las cercanías; los veían argumentar ampulosamente mientras caminaban de una casa a la otra, agitando los brazos para dotar de más contundencia a sus opiniones.

El sábado forzó un alto a las inquietudes. Las plegarias y ruegos habituales pusieron un paréntesis balsámico al dilema que agitaba las mentes, los interrogantes encontraron hermético refugio en la intimidad de cada cual. El domingo comenzaron a delinearse las decisiones que marcarían el destino de cada familia. Mi bisabuelo transigió con el parecer de su mujer, alentado por la determinación de su hermano Arón y la resolución de diversos miembros de la comunidad como los Titelman, los Kaplan, los Kivatinitz, los Koremblit y otras familias, entre ellas la de un rabino y el matarife que les garantizaría la santificación de los alimentos; precaución que juzgaron necesaria a pesar estar informados de que se dirigían a una población habitada por judíos. Tanta desconfianza, a la postre se revelaría superflua, pues al llegar a su remoto destino encontrarían una pequeña comunidad que, no podía ser de otro modo, ya contaba con tan imprescindibles personajes. El emisario del benefactor no pudo ocultar su satisfacción al anotar con cuidado los nombres de los dispuestos a viajar, un nutrido contingente de mayores y sobre todo de jóvenes y algunos pocos niños.

Tenían muchos meses por delante, los movilizarían recién a finales del próximo otoño o a comienzos del invierno.

En esos tiempos de anhelante espera se resolvieron varios casamientos, entre ellos el de José Teitelbaum y Raquel Lea Efon-Teitelbaum, mis abuelos. De común acuerdo, los padres de los contrayentes decidieron postergar las ceremonias hasta pocas semanas antes del comienzo de la travesía. Con ello se aseguraban que sus futuros nietos naciesen en la nueva tierra, donde serían bautizados de acuerdo al ritual. Una embarazada, o un  pequeño bebé, correrían muchos más riesgos durante la navegación, e incluso estarían expuestos a las privaciones alimenticias que, presuntamente deberían afrontar, pues ellos sólo aceptarían comestibles previamente bendecidos por un rabino, o limitarían la ingesta a aquellos productos cuyo consumo no los expusiere a un pecado a los ojos de Dios.

A finales de octubre, cuando el frío comenzaba a sentirse, se puso en marcha hacia Grodno, por los precarios y barrosos caminos de Bielorrusia, la caravana de carros que transportaba limitadas ilusiones y un sinnúmero de temores. Se habían lanzado hacia lo absolutamente desconocido. Los dos hijos mayores de Marcos decidieron quedarse, sus mujeres se opusieron con firmeza a separarse de las respectivas familias y además temían por sus tiernos vástagos. Con tiempo y de acuerdo a las noticias que llegaran, decidirían sobre su futuro. Mientras tanto, cuidarían también de sus dos hermanos menores, a los que todos juzgaron demasiado chicos para enfrentar semejante reto. Acompañarían a Taibe y Marcos José, Arón y Tobías.

Tal como el rabino les había anticipado, la caravana se detuvo junto a la sinagoga principal de la ciudad capital del distrito, cuya antigüedad se remontaba al siglo XVI. Los tranquilizó la presencia de un pequeño grupo de cófrades que los aguardaba en la vereda del templo. Empleando un idish familiar los invitaron a pasar. Allí comerían, seguros de la pureza de las raciones que gentilmente les ofrecían. Pocas horas después debieron vencer el rechazo que les produjo ese ingenio de apariencia diabólica que se deslizaba sobre rieles, impulsado por un aparato extraño, negro, enorme y ruidoso, que emitía vapores por sus flancos y un espeso humo grisáceo por una larga chimenea. Los lugareños los tranquilizaron, con anterioridad sus doctores de la ley los habían autorizado a utilizar esos novedosos carruajes, desechando toda prevención acerca de su naturaleza. Estos les habían asegurado que se trataba del producto del talento humano y de ningún modo de un engendro del maligno. Como un rebaño asustado se acomodaron en el vagón de tercera clase, mirando con desconfianza a los demás viajeros. El tren se dirigió hacia el norte y el viaje insumió buena parte de la noche. Ni ellos ni nadie, podía imaginar que algo más de medio siglo después, ya ancianos, unos pocos de aquellos que habían rehusado abandonar su comarca, o sus descendientes, viajarían sobre esas mismas vías en vagones de carga, hacia su completa aniquilación.

Arribaron extenuados y bastante desorientados a la ciudad de Libau, en el Báltico, luciendo una vestimenta poco convencional. Largas barbas adornaban los rostros masculinos que jamás habían sido rasurados y todos, incluyendo a los niños, llevaban la cabeza cubierta. Arrastrando sus petates llegaron, luego de una larga caminata, al edificio que albergaba a las oficinas de la Jewish, nombre que el barón Moritz von Hirsh auf Gereuth, había puesto a la empresa destinada a socorrer a sus pobres y martirizados hermanos en la fe. Allí los recibió un portero que les informó que los empleados de la organización se habían retirado y los invitó a volver al otro día. Estaban en problemas, porque además de contar con poco dinero, ninguno de ellos tenía experiencia respecto a la forma de alojarse en una gran ciudad. José, acicateado por mi abuela, después de insistir y rogar de mil maneras, obtuvo del renuente encargado el consentimiento para que pudieran esperar en el vestíbulo del edificio, en el que ya no se registraba movimiento de personas. Aguardarían en el vano que dejaba la gran escalera que conducía a la planta superior. Allí pernoctaron, en compañía del sereno, apretujados en el estrecho espacio, agradeciendo al desconocido y en apariencia comprensivo trabajador, el permitirles sobrellevar la espera al amparo del duro frío nocturno.

Movidos por el buen tino y el atávico temor a los extraños, salieron a la vereda no bien amaneció. Después no fue necesaria explicación alguna, el funcionario que entró en la oficina transcurridas algunas horas, hizo pasar a los que le parecieron más decididos y los tomó como referentes del grupo. Llamó a un dependiente joven que se expresaba con soltura en idish y este les explicó que abordarían esa tarde el barco con el que emprenderían la travesía del mar. Pretendió tranquilizarlos aclarando que dispondrían a bordo, durante los cuarenta y cinco días del viaje, de comida cosher. El muchacho los guió hasta el puerto y allí esperaron, mirando con recelo a la mole de hierro en la que embarcarían algunas horas después. Se trataba del Corania, el vapor que hacía habitualmente el trayecto entre ese puerto y Buenos Aires. Mientras tanto, comieron los últimos alimentos que restaban de las raciones que traían. Poco antes de la partida un enorme gentío se agolpaba detrás de ellos. Al parecer los que esperaban al pie de esa escalerilla eran los humildes. Las personas elegantes y pulcras abordaban el navío por el otro extremo, junto a los oficiales ataviados con vistosos uniformes. Atardecía cuando ingresaron a un vasto salón colmado de cuchetas. No tendrían más remedio que dormir en el mismo sitio hombres y mujeres, judíos y gentiles.

Nunca se habían sentido tan cerca del pecado, como en el extraño mundo que se extendía debajo de la cubierta de ese barco. Lejos estaban de intuir que a los demás pasajeros los agobiaban análogos temores. Escuchaban extrañas lenguas y sólo podían hacerse entender, precariamente, por los tripulantes que hablaban alemán. Fueron jornadas de hacinamiento, olores desagradables, mareos y escasa comida, porque de común acuerdo decidieron ingerir sólo alimentos hechos con harina o arroz, utilizando sus propios utensilios. Nada les garantizaba que los que estaban a su disposición, hubieran sido usados para manipular carne y leche sin distinción, violando así el dictamen que el Señor había expresado tan claramente a Moisés. Nadie, en el grupo que había partido de la pequeña aldea, se atrevía ahora a cuestionar la decisión que los había llevado a esa atiborrada, enorme y singular cabina. Los altos ojos de buey, que apenas dejaban ver el cielo, permitían el único contacto visual con el mar que los rodeaba. En las horas de oleaje agitado, estos ventanucos eran sacudidos por chorros amenazantes de agua lanzada con furia. Marcos, José, Aron, Tobías, el viejo Titelman, los Kaplan, los Kivatinitz, los Koremblit y los demás, junto a sus proles, viajaban agrupados en un rincón y sólo se alejaban para servirse en el comedor su restringida dieta o concurrir a los malolientes sanitarios. Podían respirar el fresco y puro aire marino sólo durante un rato por las noches, cuando los tripulantes franqueaban el paso a los pasajeros de la cuarta clase, para que en pequeños grupos, trepasen por la escalera que conducía a una de las cubiertas.

La tierra prometida

Enorme fue el alivio de todos cuando percibieron que el balanceo de la nave había disminuido. Al día siguiente recibieron la noticia de la inminencia del arribo.

En el atestado recinto el calor y los hedores eran insoportables; en esos largos viajes, la higiene no parecía ser motivo de desvelo para los encargados de la atención a los pobres que emigraban buscando una vida mejor. Poco después, aliviados pudieron ascender durante el día a la cubierta desde la que se veía la lejana ciudad. Alguien advirtió, con cierta alarma, que el agua era marrón ¿Qué clase de mar bañaba las costas de ese puerto? Un marinero les dijo que se trataba de un río. Si no se distinguía otra ribera, ¿Cómo explicar tal prodigio?

No imaginaban que el mismo enigma había confundido al primer europeo que se adentró, con audacia, en ese turbio líquido, unos trescientos ochenta años antes. Aquel remoto caballero, embriagado por el espejismo, se sintió navegando las portentosas aguas del que creyó era un enorme y maravilloso mar dulce.

Desembarcaron sudorosos y fatigados, y allí mismo comenzó el intríngulis con los apellidos, pronunciados empleando un acento que no les permitía a los funcionarios de migraciones, inferir su escritura utilizando los caracteres latinos del castellano. Descifrarlos leyendo los documentos redactados en el alfabeto cirílico original, no lograba otra cosa que confundirlos más aun. De este barullo surgieron mis abuelos que eran primos lejanos, portando el mismo nombre de familia, como si fueran hermanos y no esposos; y algunos que sí lo eran, resultaron bautizados, ellos y luego sus descendientes, con apellidos ligeramente diferentes. Un carro los condujo al Hotel de la Rotonda, que se hallaba en las cercanías del puerto y era el lugar donde el gobierno argentino alojaba a los recién llegados. El sitio parecía prolongar, para ellos, las condiciones del barco en tierra firme. El bochornoso calor de diciembre en Buenos Aires, los obligaba a soportar temperaturas a las que no estaban habituados, a esto se agregaba la incertidumbre y la imposibilidad de comunicarse con el personal del lugar, o con los otros huéspedes alojados en esas precarias instalaciones; estos ingredientes potenciaban su angustia y la sensación de desamparo que los acompañaba desde que habían partido de Europa.  Llevaban días en esta situación, cuando se apersonó, por fin, un emisario del Barón de Hirsh para conducirlos hasta la cercana estación del Ferrocarril Central Argentino. El individuo, expresándose en el idish familiar para todos ellos, los tranquilizó mientras los proveía de pasajes y les daba imprescindibles detalles del nuevo y largo viaje que emprenderían.

Los eventos que habían determinado su presencia en Argentina, comenzaron por las gestiones de un médico, Wilhelm Lowenthal, contratado inicialmente por el gobierno nacional para tareas en las provincias del norte. El galeno había sido testigo casual, durante un viaje a Tucumán, algunos años antes, en 1889, del desamparo de otro grupo de colonos, algo más de ochocientas personas. En aquel momento, durante una parada del tren, le llamó la atención encontrar a judíos convertidos en mendigos, en el andén de la obra en construcción de la estación Palacios, en el norte de la Provincia de Santa Fe. El pueblo llevaba el apellido del estanciero Pedro Palacios, propietario de enormes extensiones de tierra en la zona. A raíz de haber sido el asesor letrado de la Congregación Israelita de Buenos Aires, el terrateniente mantenía cierta relación con la pequeña comunidad judía. Tales contactos lo habían llevado a vender algunas parcelas a ese primer contingente de judíos rusos que habían sido previamente estafados al pretender comprar tierras cerca de La Plata, donde proyectaban fundar una colonia a la llamarían Nueva Plata. En aquella ocasión habían sufrido el primer desengaño. El hacendado Rafael Hernández, hermano del autor del Martín Fierro, se negó a entregarles los predios según lo habían pactado antes de emprender el viaje hacia la Argentina, pues en el ínterin los precios de los campos se habían disparado. Creyeron tener con Palacios otra oportunidad, la nueva transacción, convenida a un precio exorbitante para la época, incluía ayuda adicional para la instalación de las familias. Entonces viajaron hacia el norte para sufrir otra tremenda decepción, pues el vendedor los abandonó a su buena suerte, sin prestarles la mínima atención. Totalmente ignorantes del idioma y las costumbres locales, habiendo agotado sus recursos, no tuvieron más remedio que acomodarse en los galpones y algunos vagones del ferrocarril, padeciendo hambre y toda suerte de calamidades. Sumidos en la impotencia y la miseria, carentes de los medios para desarrollar las tareas de labranza con que habían soñado o cualquier otra actividad en esa zona casi despoblada, tenebroso lucía ante ellos el porvenir. Interiorizado del origen de las desgracias de aquel contingente librado a la buena de Dios, el indignado Lowenthal no sólo logró que el gobierno provincial obligue a Palacios a honrar el compromiso asumido con sus paisanos, sino que decidió buscar ayuda en Europa. De regreso en el viejo continente, luego de diversas gestiones logró interesar a un extraño judío que, no sólo ostentaba el título de nobleza conferido por el rey de Baviera a su abuelo en 1818, era, además, poseedor de una envidiable fortuna. En 1891 el barón Moritz von Hirsch auf Gereuth se muestra permeable a sus gestiones y decide fundar la Jewish Colonization Association, con el fin de ayudar al reasentamiento de los judíos víctimas de discriminación y persecuciones. El establecimiento formal de esta institución en Londres, permite el regreso del médico a la Argentina, provisto ahora de medios.

Una vez en Buenos Aires, sus contactos con funcionarios locales y su aceitado manejo de las relaciones personales, determinaron que lograse adquirir grandes extensiones de tierras, cerca de ciento veinte mil hectáreas, en aquellos parajes santafesinos, al mismo Palacios. Fue el resultado de un largo regateo que, no obstante, lo llevó a desembolsar una suma mayor a la corriente en esos tiempos.

Mientras tanto, los desdichados inspiradores de su misión, habían conseguido algunos progresos. Contra todo pronóstico y exhibiendo un increíble tesón, el tiempo transcurrido les había permitido fundar en sus tierras un pueblo, al que bautizaron Moises Ville, por sugerencia del rabino que los había acompañado: Aarón Halevi Goldman.

La villa de Moisés

Hacia allí iban, atravesando exhaustos y azorados la inmensa llanura, los desorientados huéspedes del Hotel de la Rotonda, quienes pasaron por la gran capital del país, sin haber conocido otro sitio de la orgullosa ciudad. Tuvieron mejor suerte que sus predecesores, porque después de más de doce horas de viaje en tren, llegaron a su ansiada meta, donde los aguardaba el nuevo representante del Baron Hirsh, Michel Cohen. El funcionario estaba acompañado de un gran contingente de ansiosos habitantes del primitivo Moises Ville, guarecidos del aguacero en la flamante estación. La conjugación de una lluvia torrencial como la que recibió a mi familia en su definitivo terruño, con hechos trascendentales de mi vida, misteriosamente se repetiría en el momento de mi nacimiento, pues este coincidió con una desaforada tormenta de Santa Rosa. Grande fue la sorpresa de los que llegaban, cuando los recibieron, expresándose en un idish fluido, algunos jóvenes cuyo aspecto no difería en nada de los nativos del país; lucían estos la piel bronceada y el pelo corto, usaban la camisa abierta, tenían un pañuelito anudado en el cuello y vestían bombachas y alpargatas. El colmo era que la kipá, en no pocos de ellos había mutado en chambergo al estilo criollo. Los recibían esperanzados. Contar con nuevos inmigrantes judíos consolidaría su esfuerzo y daría impulso al pueblo. De inmediato intercambiaron noticias, los viajeros referían con angustia los padecimientos de la travesía y los lógicos recelos ante un mundo desconocido, pero se tranquilizaron al confirmar lo que ya intuían; la comunidad tenía un rabino, el que también se desempeñaba como maestro, tarea para la que contaba con la ayuda de un joven inmigrante.

Como les intrigaba conocer la situación de sus paisanos en un lugar que percibían tan extraño: ¿Les va bien aquí?, fue la pregunta que emitieron varios al mismo tiempo. Esta dio lugar a que les describieran que después de mucho esfuerzo y sufrimiento, habían logrado ubicarse en sus parcelas que, hasta su llegada, habían sido terrenos baldíos jamás trabajados, invadidos por pastos y malezas que impedían divisar un hombre a pocos metros. Como ellos bien lo sabían, por haberlo sufrido en carne propia, las leyes del país que habían dejado para siempre, sólo permitían a los judíos dedicarse a unos pocos menesteres que habían sido sus oficios: sastres, zapateros remendones, hojalateros, prestamistas, comerciantes al menudeo o profesiones similares; así que aquí no tuvieron más remedio que afrontar el desafío de un trabajo diferente sin recursos ni conocimientos.

–Primero Lowenthal y después Cohen, sólo nos enviaron herramientas pues las que nos dio, obligado, Palacios, el que vendió los campos, eran pocas y de mala calidad, después recibimos una bomba para extraer agua—dijo uno.

–Vivimos más de un año en ese cobertizo y unos vagones del tren. Desde que llegamos nos sucedieron cosas jamás imaginadas, padecimos lo indecible y la fatalidad se ensañó con el grupo, sobre todo con los niños, ya tenemos un cementerio cerca de este pueblito, con lápidas pequeñas—explicó otro mientras enjugaba sus ojos, para agregar luego de una pausa— Parece que murieron por el tifus. Las cosas no fueron peores porque la gente nos ayudaba como podía, entregándonos algo de comida.

Un tercero comentó—El trabajo nos obligó a despojarnos de nuestras pesadas e inadecuadas ropas, sin embargo los primeros esfuerzos para desmalezar fueron infructuosos, sencillamente no nos dábamos maña para hacerlo con eficacia. Tampoco faltó un pícaro que nos robó herramientas, mas unos vecinos italianos obraron el milagro saliendo en nuestro auxilio. Son gente afincada en las cercanías que, apiadándose de nuestra desdicha, nos ayudó de varias formas. Empezaron trazando una picada en el yuyal, entre Palacios y nuestros campos. Luego marcaron con hilos los tramos más complicados. Después oficiaron de maestros para la ruda y penosa tarea de desbrozar los terrenos, tenían experiencia, ese mismo trabajo lo habían hecho ellos unos años antes.

–¿Cristianos que ayudan a judíos, no nos están tomando el pelo?—comentó extrañado Kivatinitz.

–Para nada ¿Qué razón tendríamos para engañarlos? Es la pura verdad. No se atrevan a dudar de ellos o a ofenderlos, son muy honrados chacareros, como pretender ser ustedes. Vayan aprendiendo los apellidos, el de una familia es Cuniglio, los otros son los Scarafía.

–Buenos vecinos—se apresuró a insistir uno de los veteranos, acompañando sus palabras con gestos que expresaban admiración.

–No se nos ocurriría ni podríamos hacerlo, hablamos idiomas diferentes, no vale la pena preocuparse por eso. ¡Qué extraño parece este país! ¿Cómo se entienden?, ya los apellidos son casi impronunciables en idish—acotó mi abuelo.

 –Por señas. Según parece ellos casi no hablan el español, pero es evidente que les resulta más fácil que a nosotros—aclaró un joven.

Temíamos la continuación de la fatalidad que siempre nos acompañó, pero ya en ese primer momento, demasiados ingredientes marcaban una gran diferencia con lo que habíamos dejado atrás—dirá años después mi abuelo en su madurez.

–No perdamos más tiempo, debemos llegar al pueblo cuando todavía haya luz. Mañana los acercaremos a sus casas—los urgió el que subió al pescante del primer carro.

Acomodaron los baúles, valijas y paquetes en los vehículos, sentaron sobre algún bulto a las mujeres y los niños y, por fin, se encaramaron ellos mismos. En cuanto lo hicieron, los que sostenían las riendas azuzaron a los caballos y la hilera de vehículos se puso en marcha. Dejaron atrás unas pocas cuadras de casas, la mayoría de las cuales exhibía sus ladrillos a la vista porque jamás habían sido revocadas y se sumergieron en la inmensidad cuando el sol, detrás de ellos, comenzaba a inclinarse hacia el oeste. Después de la tormenta seguida de un copioso, pero breve aguacero, el barroso camino por momentos se convertía en un fangal que trababa el ya de por sí lento avance de los vehículos. 

“Una caravana de carros nos sacó de la estepa, otra nos lleva a nuestra nueva casa en esta tierra salvaje. Por ahora me consuelo con el clima, a pesar del calor me trae ilusiones de una vida mejor”—pensó José.

–¿Cuál es la distancia?—preguntó al conductor alzando la voz.

–Diecisiete  kilómetros, llegaremos antes de que anochezca—le respondió al tiempo que espoleaba a los pobres caballos.

–Mirá Raquel, aquí vamos a pasar el resto de nuestros días. Por los tumbos que damos ni caminos parece haber.

–Vinimos a poblar esto que aparenta estar medio desierto, vamos a construir algo nuevo para nosotros y todo va a mejorar, este país parece estar esperándonos.

Habían pasado casi tres horas cuando distinguieron a lo lejos un edificio, era la sinagoga Barón Hirsch. Poco después vieron, a su vera, la casa del rabino, que, junto con el adyacente baño ritual, constituían las únicas fincas de material del pueblo que nacía. La futura escuela se hallaba en construcción. El conductor detuvo el carro delante del templo, frente al cual se hallaba un judío piadoso ataviado con un largo caftán y luciendo una frondosa barba, era el rabino Aarón Goldman que los recibía visiblemente emocionado. Se acercó y saludó efusivamente a cada uno de los recién llegados. Les dio la bienvenida sin ocultar su conmoción, al tiempo que expresaba palabras de comprensión, referidas al cansancio que tendrían después de tan largo viaje, para pasar a asegurarles que claramente percibía sus sentimientos, debido a que se encontraban en un país extraño, desconocido. Luego los invitó a dirigirse hacia dos grandes construcciones de barro y techo de paja que enfrentaban a la sinagoga. En una de ellas había largas mesas listas para recibirlos, en la otra pasarían la noche acomodándose en rústicos jergones.

–Que construcción rara, dijo mi bisabuelo dirigiéndose al que había conducido el carro.

–Aquí no abunda la buena madera y sobran el barro y la paja, se llaman ranchos.

–¿Ranches?—repitió Marcos, inaugurando la incorporación de palabras vernáculas al idish, con alguna vocal cambiada.

Mientras las mujeres y los niños se acomodaban, los varones se dirigieron a la sinagoga a entonar las plegarias vespertinas. Satisfechas las obligaciones con el creador, se sentaron a las mesas y aliviaron las demandas de sus estómagos. Saciado el apetito, el rigor de las circunstancias pasadas y presentes agobió sus cuerpos. El rabino se despidió. Ellos se dirigieron a la construcción lindera, donde se acomodaron para pasar la noche en la comarca. El interminable, insólito y novedoso sonido del canto de los grillos, acunó ese primer sueño.

Las veinticuatro casas

Apenas el luminoso cielo del sur descubrió su claro y radiante azul, se pusieron en marcha hacia su destino: las veinticuatro casas.

–Tienen suerte—le comentó el conductor a José que ahora lo acompañaba en el pescante—nosotros vivimos como ratas hasta que el doctor nos rescató, a ustedes los esperan viviendas ya construidas por la jewish. Van a tener que trabajar duro y tener cuidado.

–¿De qué estás hablando?

–Un gaucho matrero atacó a los Gerchunoff en los primeros tiempos, era verano, recién  empezábamos a movernos por aquí y conocer el terreno. Mató a Don Gregorio e hirió a su mujer y a sus hijas. Por suerte los vecinos que llegaron atraídos por los gritos, ultimaron a golpes al agresor y rescataron al hijo menor que tenía ocho años y estaba jugando solo y algo apartado de su familia.

–Pobre gente ¿Están presos?

–¿Quiénes?

–Los judíos que mataron al asesino.

–No, el juez sólo los interrogó con un intérprete en Sunchales y los liberó al otro día. Ya vas a reconocer a los gauchos, por las dudas andan con un “facón” cruzado en el cinto.

–¿Qué es eso?

–Un cuchillo filoso de hoja larga que sirve para defenderse. La gente de aquí lo lleva siempre, no sé si es indispensable o forma parte de un hábito. No quiero asustarte, pero también atacaron a otras familias.

–¡En qué se diferencia de lo que nos pasaba en Rusia!

–En que aquí, después de un tiempo, muchos de nuestros jóvenes andan armados igual que los otros y, poco a poco, se han ganado respeto. Te va a costar, pero tenés que entenderlo, si nos tratan como a los demás, nos dan la oportunidad de cambiar. 

Mi abuelo, consternado por la novedad no contestó, no preguntó más y prefirió no comentar la noticia. Quedó pensativo mirando el camino.

Una hora después, veinticuatro familias tomaban posesión de sus moradas.

Si bien era amplia, la casa asignada a Marcos debía albergarlos a todos. Por lo tanto, la numerosa prole se vería forzada al hacinamiento, a compartir comodidades mínimas. Pero por nada del mundo se les ocurría hacer alguna objeción; tener un terreno y su vivienda era un sueño, un milagro. Ni lerdos ni perezosos bajaron sus pertenencias y comenzaron a decidir la forma en que se distribuirían en las habitaciones. Los varones dejaron en la cocina, a disposición de las mujeres, los embalajes que contenían la vajilla, los utensilios, los cacharros y el samovar que llegó intacto, luciendo en su bronceada superficie los sellos que distinguían a los manufacturados en el imperio del zar. Ellos se dieron a la labor de armar las rústicas camas que hallaron enfardadas  en los dormitorios. Al caer la tarde, la basta mesa de la cocina lucía un primoroso mantel sobre el que ya estaban distribuidos los platos con sus cubiertos y los vasos.

–Comeremos lo que nos dio el rabino. ¿José, podés traer agua de la bomba? Aquí tenés la jarra—dijo mi bisabuela emocionada

–Si mamá—contestó el aludido, y se dirigió al aparato que compartirían con los Kaplan.

Abocado a tal labor se hallaba, cuando percibió pasos detrás. Alarmado se dio vuelta y divisó a un grupo de desconocidos que no tenían la cabeza cubierta. El que precedía la fila extendió su brazo, mientras sonreía dirigiéndose a él con palabras incomprensibles. La fugaz vista de los cuchillos que cruzaban en los flancos, el ancho cinturón de los hombres, lo llenó de zozobra. Sin embargo, como el gesto de los visitantes parecía amistoso, sin tiempo para pensar, mi abuelo atinó a aceptar el saludo del que se adelantó apretando con fuerza su mano. A continuación, relajado, los acompañó hasta la casa donde recibieron los silenciosos cumplidos de la consternada familia. Sin mediar palabra los recién llegados echaron un vistazo al interior, comprobaron la rapidez con que se habían acomodado y antes de retirarse, les dejaron un voluminoso paquete de fideos recién amasados. Estaban más que sorprendidos. Después supieron que se trataba de un grupo de colonos italianos, los que vivían más cerca.

–¿Qué te parece Marcos?—preguntó con picardía Taibe—ni en sueños hubiésemos previsto algo así en Bielorrusia. Gentiles recibiéndonos con un regalo.

–Lo vi con mis propios ojos, esto va a cambiar muchas cosas en nuestras vidas.

–¡Lo que faltaba, quejarnos por tener vecinos comedidos!

–Que no son judíos.

–¡Pero son tan gente como nosotros!—agregó ella en tono cortante.

–No todo es tan bonito—afirmó enigmático José.

–¿Hijo, qué te hace decir eso?

–Me contó el que manejaba el carro que uno de esos a los que les dicen gauchos, mató a un colono, un tal Gerchunoff y parece que no fue un caso único.

–¡Otra vez lo mismo! No hicimos semejante viaje para encontrarnos con lo que quisimos olvidar para siempre.

–Me parece papá que no es igual.

–¿Dónde está la diferencia?

–Aquí se trata de alguien que quiere robar, y mata si viene al caso. No ataca a judíos solamente, aprovecha la ocasión, no nos elige especialmente. Ya lo averigüé, nadie lo manda, es un solitario que trabaja por su cuenta. Además parece que muchos de los nuestros andan, como los  que nos visitaron, con un cuchillo atravesado en el cinto. Se ve que es una costumbre de esta tierra.

–O una necesidad—terció Taibe.

–El que lo lleva preparado es para usarlo, nosotros no podemos desobedecer al sexto mandamiento, que taxativamente ordena “no asesinarás”—dijo Marcos—, espero no verte nunca con un arma.

–¿Los soldados de Salomón y Josías no las usaban? ¿No mataron enemigos?

–¡¿Desde cuándo contradecís a tu padre?!

–No te discute Marcos, por lo visto el rabino Goldman tolera estas cosas.

–Nunca escuché nada igual, ya lo vamos a ver.

–Si el pueblo se llama Moises Ville, es porque el gobierno acepta ese nombre que más judío no puede ser—reflexionó Taibe en voz alta y sin esconder cierto dejo irónico.

–Parece que aquí no nos discriminan—se atrevió a opinar José.

–No me parece mal—agregó su madre.

Ahogó Marcos en su garganta la reprimenda que estaba a punto de emitir, creyendo que estaba siendo provocado por opiniones que parecían esconder una trama herética. Por toda respuesta, se limitó a exhibir un rostro preocupado.

Esa primera noche en el que sería su hogar, la bendición que precedió a la cena fue muy sentida. Buscando intimidad, poco después José y Raquel caminaron entre las casas iluminados por la luna.

–Es raro, a unos metros tenemos ese tremendo pastizal que, por lo visto, puede esconder a alguien que merodea esperando su oportunidad, pero tengo menos miedo que allá.

–En Rusia no me hubiese atrevido, aquí lo pienso a pesar de la advertencia de papá. Me gustaría tener un cuchillo a mano, por las dudas.

–No hace falta decirlo, podés poner uno debajo de nuestra almohada.

–Los de la cocina no tienen funda. La podemos hacer con papel, pero mamá va a notar la falta mañana.

–Apenas te levantás, lo volvés a colocar con los demás utensilios. Por ahora es mejor que tus hermanos, que dormirán con nosotros, no se den cuenta. Más adelante vemos.

–Menos mal que refrescó un poco, durante el día el calor fue terrible. Nos vamos a tener que acostumbrar, no hay más remedio.

–¡Que nos pase en diciembre parece mentira! Ahora ésta es nuestra casa, ¡qué importan los caprichos o rarezas del clima!

–Tenés razón.

Antes de dirigirse al dormitorio que compartirían con Aarón y su mujer, se besaron en la oscuridad.

Tal como lo habían acordado, bien temprano a la mañana, un grupo de colonos veteranos se presentó en la casa de mi bisabuelo para asesorar a los recién llegados.

–¿Quieren beber té? Ofreció Taibe.

Algunos aceptaron, otros dijeron haber tomado mate.

–¿Qué es eso?

–Una bebida con que acostumbran a desayunar aquí, es caliente y se prepara de una manera especial……….es difícil de explicar, cuando vengan a visitarnos los convidaremos.

–¿Es cosher?

–Tanto como el café o el té que aquí son caros. Venden yerba en cualquier comercio y todo el mundo puede comprarla.

–¿Y que es esa “yerbe”?

–Las hojas y las ramitas de una planta.

–El descubrir algo nuevo a cada rato, no hace más que confundirme.

–No perdamos el tiempo, les vamos a enseñar a usar las herramientas, tienen por delante semanas de trabajo despejando los campos. Las mujeres se harán cargo de las huertas y el corral. La ayuda que recibieron, como el té con que convidan, no les va a durar demasiado. Mientras los padres trabajen aquí, los hijos podrán hacerlo en el ferrocarril, es una ocupación dura pero no peor que la que les espera a los mayores, no les pagarán un gran sueldo, pero en los primeros tiempos no tendrán otro ingreso.

–¿Es lejos eso, quién los llevará?

–Ya arreglamos que el lunes los pasan a buscar por Palacios, regresan los fines de semana. Mientras tanto que nos acompañen, así aprenden todos de una vez.

Los judíos veteranos instruyeron a sus paisanos en los secretos del desmonte. Era evidente que si bien a ellos todavía les faltaban conocimientos, encaraban la tarea con entusiasmo. La tierra virgen mostraba ante ellos su salvaje entraña. Daba pánico estar allí rodeados por un muro verde, áspero y amenazante, cuyas alimañas podían adivinarse. No obstante, superado el primer titubeo, Marcos y José, acompañados por Aarón, se dirigieron resueltos a reconocer y desbrozar la porción de tamaña vastedad que a ellos había sido asignada. Llevaban cantimploras con agua y algo para entretener el estómago. Evitaban de ese modo el tener que regresar al medio día. Lo hicieron al anochecer, sofocados por el calor y extenuados por la falta de hábito para realizar una tarea tan ruda. Las mujeres, que tampoco habían conocido respiro, los esperaban con la comida ya lisa. Padre e hijo se refrescaron con el agua de la bomba.

–Jamás imaginé tener que hacer este trabajo.

–Desde mañana nos tenemos que arreglar solos, y la semana que viene me voy a trabajar en el ferrocarril.

–Me da un poco de miedo, ni siquiera te podés entender con la gente. Este idioma parece muy difícil.

–Eso se aprende, a mí me va a costar dejar sola a Raquel.

–Tu desasosiego proviene más del deseo de no alejarte de ella que de algún peligro real. Quedará con nosotros que ahora somos su familia. Por si fuera poco sus padres y algunos de sus hermanos, se están instalando en campos cercanos. Y si eso no es suficiente para vos, hay otros veintidós grupos alrededor nuestro.

Cuando el viernes por la tarde pusieron fin a su tarea, era evidente la lejanía que ahora los separaba de la maraña indómita del pajonal. Novedosas llagas cubrían sus manos, sentían las magulladuras en sus cuerpos y lucían el cuero despellejado en muchas partes por el roce con las espinas. Sin embargo, cuando suspendieron el trabajo más temprano que los días precedentes, se dieron tiempo para mirar, satisfechos y fascinados, el terreno despejado. Después los acometió el apuro, pues debían higienizarse en la víspera del sábado, antes del inminente anochecer. Apenas si presentían que sus cansadas humanidades les estaban susurrando un mensaje que sus ancestros no habían registrado durante siglos; la poderosa percepción de ser dueños de su destino.

Las mujeres aguardaban en cada casa a sus hombres con una espléndida cena. Debían recibir dignamente, dentro de sus limitadas posibilidades, al día sagrado. Por primera vez les pudieron ofrecer, después de tantas privaciones, manjares elaborados por ellas mismas: habían dedicado horas a amasar y hornear en las cocinas a leña el pan trenzado, y los pastelillos de papa y cebolla, además de los pollos. Esa noche Raquel y José engendraron a su primer hijo sobre un lecho improvisado con paja, en el breve tiempo que dispusieron bajo el manto de las estrellas.

El lunes José y otros jóvenes partieron desde Palacios hacia el norte, al sitio donde se efectuaban reparaciones en el tendido de las vías ferroviarias. Se mantuvieron apartados en el trayecto, pero, para comenzar, debieron mezclarse con el resto de los operarios. Recibieron las instrucciones a través del hijo de uno de los inmigrantes veteranos que ofició de precario traductor y luego se alejó para trabajar, con otra cuadrilla, a unos cientos de metros. Listos para la tarea en ese sector donde el trazado se abría paso en el monte santiagueño, percibieron la miraba burlona del capataz y sus compañeros; simplemente les resultaba cómica su extravagante indumentaria. A pesar de las bromas cuyo significado no entendían, no tuvieron más remedio que poner manos a la obra venciendo sus atávicas aprensiones. Varias horas después, urgidos por la necesidad, pues el calor agobiante más el trabajo pesado que debían realizar los había abatido, aceptaron complacidos hacer un alto en la labor y guarecerse junto a los demás al amparo de un toldo. La evidente actitud amistosa de los que los habían llamado, les infundió tranquilidad. Allí, cobijados por la hospitalaria sombra, alguien preparó el mate y comenzó la ronda. Cuando llegó su turno mi abuelo recibió, perplejo, la calabaza tibia en sus manos. Los judíos lo observaron intrigados, alguno le preguntó, apenas susurrando en idish, si pensaba aceptar el convite. Estaban sentados alrededor del improvisado fogón donde la pava se apoyaba y él concentraba la atención de todos, las miradas lo urgían a tomar una decisión. No quiso demostrar la incertidumbre que lo embargaba, le daba asco sorber ese extraño brebaje desconocido a través del adminículo compartido, pero la ofensa que presuponía el rehusar lo que se le ofrecía con la mejor buena voluntad, pondría en una situación por demás incómoda al grupo de gringos. Así que se decidió, y succionó el líquido al que, esa primera vez, tan peculiar y áspero sabor le encontró. Sus cófrades no dudaron en imitarlo, hasta que uno de ellos sopló en lugar de aspirar y tiñó su cara con una pátina verduzca, lo que provocó un estallido generalizado de risas. El cómico incidente que contribuyó a la distensión general de los rostros, obró cual conjuro de la naciente confraternidad que la bebida había facilitado. Poco después el grupo de judíos, ganado por la confianza, con gran alivio se despojaba de buena parte de su vestimenta. Ya en mangas de camisa ellos se vieron algo parecidos al resto, aunque los distinguiesen  detalles nada menores, como el solideo que ornamentaba sus coronillas, las largas y enruladas patillas, los extremos desflecados de los talit katán que asomaban debajo de la camisa y la falta de bombachas, alpargatas y el ancho cinturón adornado con monedas relucientes.

Cuando regresaron con el rostro y el pecho bien bronceados, sin rastros de la antigua palidez, ni evidencia de contrariedad alguna y sin buena parte de la ropa con la que habían partido, pero portando el dinero que tanto les hacía falta, el viejo Kaplan expresó lo que todos, asombrados y consternados pensaban.

–Salieron judíos de Rusia y vuelven morochos y en camisa, como la gente de este país.

–Todo está bien mientras respeten la palabra de la Torá. ¿Comieron con los demás?—preguntó Marcos con ansiedad.

–Sólo pan y unas galletas que nos ofrecieron—contestó José.

–Y aprendimos a tomar mate—agregó Gregorio, el hijo de Koremblit.

-Nunca olviden quiénes son y que lo que sufrimos es porque respetamos el pacto que nuestro padre Abraham hizo con el Santo. El día en que nos envíe a su Mesías todo cambiará, hasta ese momento debemos cumplir con nuestra promesa, acatar a rajatabla sus divinas leyes. ¿Donde dormían?

–Nos acomodamos como pudimos en un vagón.

A partir de ese momento, algunas semanas José trabajaba con su padre en el campo y otras partía junto a sus compañeros. Como hemos visto, el aire de la nueva tierra despertaba inquietudes en Marcos y en otros recién llegados de su misma, o parecida edad. ¿Se debería, extraña paradoja, a que la gente del país, salvo algún asaltante sanguinario y feroz, no mostraba la intencionada agresividad a la que siglos de sometimiento los habían habituado? Aquí, si bien miraban con evidente asombro muchas de sus costumbres, lo hacían con recato. Durante generaciones sus vidas se habían desarrollado al margen del entorno, en un mundo de mutuos recelos, habladurías, motes burlones y desconfianzas que en ocasiones, como sabemos, daban lugar a violentos asaltos. En su nuevo destino los vecinos los habían recibido con claras muestras de afecto y no sólo auxiliaron al primer sufrido contingente que apareció en esa zona, sino que además, hasta recibieron saludos y obsequios el día de su llegada. También se habían mostrado discretamente comprensivos cuando les resultó evidente que ellos no aceptarían carne ni menudencias, por la experiencia que tenían con el grupo anterior de esos barbudos y sus mujeres temerosas. Los respetaban, lo que daba lugar a que ellos también tuviesen actitudes diferentes hacia los desconocidos con los que no compartían el credo religioso.

–No nos vamos a afligir por la falta de maltrato—reflexionó el viejo Kaplan, mientras esperaban el comienzo de las plegarias vespertinas.

–Sería estúpido –le contestó mi bisabuelo intranquilo—aquí las preocupaciones van a ser otras.

Cohen les había dicho a los lugareños que sus nuevos vecinos venían de un país remoto llamado Rusia. Pronto todos sabían de que se trataba cuando alguien nombraba a “los rusos”. Sin conocer otro descanso que el obligatorio del sábado, lograron, Marcos, José y Arón, siguiendo los cansinos pasos de los bueyes, sembrar a tiempo el pequeño predio con trigo. Deberían pasar algunos años para que, ya instalado José en su propia tierra, pudiesen alcanzar la inaudita comodidad de realizar sentados esa tarea. Las mujeres habían logrado que prosperen almácigos con las hortalizas aptas para implantar en verano y ahora renovaban sus afanes con las del otoño. La meta era, en vista de su exiguo presupuesto, lograr cierta independencia de los suministros exteriores.

Una tarde de invierno particularmente fría, tanto que algunos recurrieron a los viejos abrigos para ir hasta la casa de los Kaplan, un grupo se reunió para comentar la marcha de sus asuntos. Como ellos apenas si conocían a algún habitante de Palacios y a los aledaños campesinos italianos, la reunión rápidamente se convirtió en un interrogatorio a los jóvenes que, por haber convivido y trabajado junto a ellos durante semanas, hablaban de los naturales del país nombrándolos con esa palabra difícil de pronunciar: gauchos. 

–¿Qué clase de individuos son esos, se parecen a los cosacos?—preguntó Jacob Koremblit.

–Para nada, la mayoría de nuestros compañeros eran nativos bien diferentes a aquellos perversos, son trabajadores que tienen sus familias en pueblos vecinos, como nosotros. Existen otros que no quieren conchabarse en un lugar fijo. No se asusten, estos aquí no obedecen a jefes y menos al gobierno. Andan solitarios con sus caballos, libres en la inmensidad de la pradera. Según dicen viven de arrear ganado, parece que no se afincan en un sitio determinado, aunque otros aseguran que tienen mujer e hijos en su lugar de origen, al que cada tanto regresan. Hay que tratarlos con cuidado, eso es todo, la mayor parte de ellos son orgullosos, pero pacíficos. Les gusta la música, cantan bellas melodías con letras muy sentidas que nosotros no podemos entender, pero nos conmueven igual. Algunos tocan muy bien la guitarra.

–Como pudieron ver cuando llegamos, no son pocos los jóvenes judíos de la primera inmigración que los imitan en la vestimenta y hasta llevan un cuchillo cruzado en el cinto.

–Ya discutí el tema con papá—comentó mi abuelo, seguro pero contenido.

Marcos que parecía distraído lo miró fijamente.

El incómodo silencio que siguió a la irrupción del irritante tema en la, hasta ese momento, amena conversación, fue roto por Samuel, uno de los hijos de Kivatinitz.

—A ustedes los mayores les espanta la sola mención de que andemos armados. En esta tierra la conducta dócil no nos protege de nada, en Rusia era una forma de no provocar una reacción del populacho, servía para evitar que nos endilguen algún crimen que no cometimos, nuestra palabra nada valía, nos odiaban, éramos culpables por el sólo hecho de ser judíos. Con todo respeto insisto en lo que ustedes ya saben, pero les cuesta admitir; aquí todo es distinto. Necesitamos defendernos, han ocurrido atroces matanzas, si cambiamos de actitud lo van a pensar dos veces antes de atacar a alguna familia y de ese modo nos ganaremos la consideración de todos. Los italianos que son gente pacífica andan armados, en sus casas tienen escopetas porque es preciso.

–Sería bueno saber el criterio del rebe—expresó con algo de vacilación el viejo Levi.

Ni lerdo ni perezoso uno de los jóvenes que se desempeñaban como peones, salió para lograr la concurrencia del religioso que, enterado del motivo de la convocatoria, no dudó un instante en sumarse a la ahora tensa reunión. En cuanto se hizo presente todos callaron esperando su erudita opinión, pero él comenzó abordando un tema aparentemente distinto.

–El año que viene el pueblo tendrá lista la escuela que la Jewish está construyendo, los niños deberán concurrir todos los días desde los campos. Cohen ya contrató a un judío sefaradita para que enseñe el programa oficial en castellano. Yo y Sinay seguiremos enseñando idish, hebreo y el Tanaj.

A continuación se tomó algunos minutos para reflexionar antes de referirse al asunto por el que había sido reclamada su presencia.

Me llamaron porque les preocupa la inseguridad, Michel quiero que me aclares un punto—dijo interpelando a Cohen— ¿es verdad que vas a recibir una partida de rifles para distribuir en los grupos de casas?

La pregunta los dejó atónitos.

–Quedaron en confirmarlo, si no me equivoco están viendo qué pertrechos serían más apropiados.

–No me simpatiza la idea, consulté las sagradas escrituras y las opiniones de nuestros sabios y también con el dictado de mi conciencia, para llegar a la conclusión que cae de madura; no somos cobardes, debemos defendernos y proteger a nuestras familias. Insisto, sólo para defendernos, jamás para atacar a nadie. Nada más agregó, recogió su abrigo y se retiró dejando asombrada a su comunidad. Desde ese momento se pudo ver a mi abuelo cabalgar erguido, con la frente alta y armado.

Llegó la primavera y el terreno circundante se tiño de verde cuando asomaron los brotes del trigo, al mismo tiempo que las mujeres, incluyendo a Raquel con su visible panza abultada, engrosaban la huerta sembrando todo tipo de semillas. En septiembre festejaron por primera vez el año nuevo en aquel remoto paraje del norte santafesino. A diferencia de lo habitual en su tierra de origen, aquí, enterados de la celebración, algunos vecinos cristianos se acercaron al templo a saludarlos y conocer las razones exactas de la fiesta.

–Parece que nuestro hijo llega en buen momento.

–Sí José, tenés que ocuparte de construir una cunita.

–Ya tengo la madera, estuve mirando la del nene de Mauricio. La semana que viene me estreno como carpintero.

–Hacela amplia para que le sirva durante mucho tiempo.

–Quedate tranquila. No puedo perder tiempo porque, según los italianos la cosecha es en diciembre y para entonces estaré muy ocupado. No veo el momento de recogerla, con lo que rinda podremos mejorar la casa y comprar una vaca, va a hacer falta leche para el niño.

–Los primeros meses tendrá que conformarse con lo que le dé su madre. Tenemos que pensar en tener algún día casa y campo propios…………… vamos a ser una familia.

–Ya lo somos. Eso hay que hablarlo con Cohen, sabe que vivimos apretados, pero insiste en que no está autorizado a facilitar tierras para los hijos de quienes ya poseen una parcela.

–La Jewish tiene miles de hectáreas en la zona.

–Dicen que es para nuevos inmigrantes. No quieren que nos establezcamos cerca de la casa paterna y eso es difícil de entender.

–El corral progresa, ya tenemos bastantes pollos y algunas gallinas ponedoras. Con un poco de suerte dispondremos de verduras en abundancia.

–¿Probaste tomar mate?

–No me animo, además no tenemos ese canuto que usan para chupar el líquido, ¿Cómo le dicen?

–Bombilla.

–¡Bombille!

–Con a Raquel, no con e.

–¡Algún día lo voy a poder pronunciar como se debe!

–Hablando entre nosotros y con los vecinos, poco vamos a aprender del español.

–Nuestros hijos irán al colegio y ellos nos enseñarán.

En noviembre Raquel parió un varón. El recién nacido lucía vigoroso y a los siete días, tal como indica la tradición, debía efectuarse la circuncisión. Ofició de improvisado operador el viejo Titelman, al que creían idóneo para la faena por el simple hecho de haber presenciado, con evidente interés, gran cantidad de tales ceremonias. Preocupado por vigilar el respeto a las reglas que en buena parte desconocía, él expresó sus dudas, pero no tuvo más remedio que poner buena cara al desafío, pues consideró y estuvieron todos de acuerdo, que bien valía asumir los riesgos si de cumplir un compromiso sagrado se trataba. Mauricio Koremblit recibió el honor del padrinazgo, sosteniendo al pequeño en sus manos, mientras se entonaban los rezos pertinentes, antes y después del ritual que finalizaba haciendo probar unas gotas de vino al bautizado.

Dos días después, se advertía claramente la inflamación del pene que supuraba por la herida, el niño dejó de comer y todo su cuerpo estaba caliente. En vista de la situación un vecino partió al galope para buscar al médico de Palacios. Vano resultó el esfuerzo del jinete que había regresado con el doctor, el pequeño murió el quinto día rodeado por una familia desolada. Mi abuelo se atrevió a pensar que la nueva tierra le mostraba su peor rostro, ya tenía un hijo durmiendo en ella el sueño eterno; sin embargo, de ninguna manera pasó por su mente poner en duda la necesidad del ancestral rito, que ratificaba el pacto con el Supremo e identificaba a los miembros masculinos de la comunidad. Mi abuela, a partir del infeliz incidente, adquirió aires de dureza que no se le habían conocido. El golpe parecía haber despertado en ella una ruda madurez, característica que ni el prematuro casamiento o el embarazo, habían puesto en evidencia. A partir de ese infortunado suceso José comenzó a fumar con avidez, como si el cigarrillo pudiese consolarlo de la pérdida. El hábito sería la sombra que lo acompañaría en su aventura en aquel lejano sur; sólo se abstendría de él los sábados y durante el Día del Perdón. El consuelo que mitigaba tal tragedia, provenía de la admisión de la propia insignificancia ante los designios de Dios, que eran inescrutables. Dejando de lado cualquier objeción, debían respetar uno de sus mandamientos primordiales y más claros. La pérdida de un niño, por dolorosa que fuese, era un acontecimiento que, motivado en causas diversas, había sacudido con demasiada frecuencia a la comunidad.

En diciembre los incrédulos judíos superaron todo duelo, pues festejaron la primera cosecha orando agradecidos al mismo Dios que sus benévolos vecinos cristianos, veteranos estos de algún fracaso en años anteriores. La recolección resultó estupenda e inmensa fue su alegría, a pesar de que les pagaron por el grano, según les dijeron los italianos que estaban al tanto de la cotización de ese año, un precio inferior al real. La satisfacción se adivinaba a fines de febrero en la expresión de Michel Cohen, de visita en la zona. El progreso del último contingente era evidente. Sin embargo, la complacencia que lo embargaba no fue óbice para que tratase, por todos los medios, de no dar pie a los reclamos relativos al amontonamiento que padecían. Estos eran expresados por los jefes de alguna de las familias, cuyos hijos ya casados engrosaban con notable regularidad la prole con nuevos nietos. Esto dio lugar a que algunos emigraran a la ciudad o, si estaba a su alcance, regresaran a Europa. Entre los quejosos estaban los Teitelbaum, Aron había tenido su primera hija. Ahora se hallaban constreñidos  a una mayor precariedad en su intimidad y apenas si podían sobrevivir con los frutos de un terreno demasiado pequeño para tanta gente. Hasta que el rabino Goldman intervino para acompañar con firmeza las exigencias de su grey. Él urgió al representante de la Jewish a destinar parte de la enorme extensión adquirida por la asociación, a nuevos asentamientos, donde se radicarían aquellos que habían llegado a la Argentina junto a sus padres. Este les explicó, una y mil veces, de mala gana, que no estaba autorizado a tomar semejante decisión. Tiempo después, en vista de la renovación de las amargas discusiones y asumiendo que la explosiva situación originaba nuevas deserciones que ponían en tela de juicio su desempeño, sin que se pudiese advertir algún final a la constancia pertinaz de los reclamos, se vio forzado a cambiar de actitud. Comprendió que no tenía más remedio que prometerles, formalmente, ocuparse con tenacidad del asunto a su regreso a Buenos Aires. Desde allí se comunicaría con la central en Londres y de ser necesario, viajaría a Europa.

En abril Goldman les anunció la buena nueva tan esperada, se concederían terrenos a algunas de las parejas que no los poseían, la condición era que tuvieran hijos o que estuviesen esperando uno.Pocos meses después, durante una reunión en la sinagoga con el emisario del Barón Hirsh, Raquel aseguró que estaba nuevamente embarazada, sorprendiendo a los futuros abuelos, tíos y el mismísimo rabino.

Las tres casas

Transcurrieron meses teñidos de ansiedad.

Después de haber abierto un precario sendero a machetazos, José, Arón y Pinie* (Pino) creyeron estar perdidos en medio de la nada cuando Cohen y el agrimensor  se detuvieron . Ambos estudiaron los planos, discutieron, se pusieron de acuerdo y por fin el responsable, girando sobre sus talones, los miró y les anunció que en dicho punto confluirían sus campos, y se edificarían con el tiempo las casas. Tendrían 75 hectáreas cada uno. Dejaron marcas para reconocer los lugares y, antes de retirarse, cedieron a la tentación de agregar a las señales un papel con la inicial de sus nombres en hebreo. Estaban ansiosos por comenzar a construir su lugar en el mundo. Cohen compartió con la comunidad unos pocos días, los necesarios para volver a asegurarse la delimitación de los nuevos terrenos asignados. Superado el incordio originado por los reclamos insatisfechos, sus relaciones con los moisevillenses mejoraron, aunque su carácter autoritario y la naturaleza misma de las funciones que desempeñaba, impedirían el surgimiento de una amistosa fluidez en el trato con los vecinos. La traza hasta al sitio donde habían decidido edificar el pueblo estaba ya bastante despejada, con buena voluntad se podía admitir que la tierra apisonada permitía abrigar la ilusión de un futuro camino. Los siete kilómetros que restaban desde allí hasta las tres futuras casas fueron amojonados, al igual que las huellas que conducían a otros flamantes asentamientos. Sin perder un instante mi abuelo y su hermano Arón, así como Kaplan, se dieron a la tarea de limpiar el terreno de sus campos. La superficie despejada creció al compás de sus esfuerzos y trabajando de sol a sol, durante ese otoño en el norte de Santa Fe, lo lograron. En vista del resultado, y utilizando las pocas palabras del castellano que habían aprendido, llegaron a un acuerdo con el vecino de Palacios que les instaló la bomba de agua. Ya no deberían acarrear las cantimploras, beberían líquido fresco a cualquier hora. Festejaron alegres el funcionamiento del artefacto, vivieron el suceso como la entronización de la piedra fundamental de sus soñadas viviendas. Poco después, decidieron asociarse en la compra de un caballo y un viejo carro que un agricultor tenía en desuso en los fondos de su casa. Parte del pago sería a cuenta de las venideras cosechas, porque estaban cortos de dinero y sin posibilidades de trabajo alguno, pues las obras del ferrocarril se hallaban ahora a una gran distancia y todavía no contaban con producción alguna. Grande fue el asombro cuando escucharon de boca de Raquel, un apoyo decidido al traslado inmediato de las parejas beneficiadas a los predios asignados. Apenas si tenían la fuente del agua, las carpas que Cohen les había dejado, las aves que llevarían desde la, ahora, casa paterna y las semillas para contar con verduras y legumbres. Ellas decidieron que dada la época, implantarían repollos, remolacha y espinaca.

En las tres familias se impuso, como tantas otras veces, el instinto femenino que impulsaba la necesidad de contar con una casa, aunque en realidad solo poseyeran, por ahora, fantasías y precariedades, asentadas eso sí, en una tierra propia. A pesar de las experiencias ya vividas, no podían olvidar la saña y el desprecio con que les había sido negado, en países lejanos, cualquier arraigo; tener un lugar seguro seguía siendo una novedad inaudita para la estirpe de aquellos eternos trashumantes. Los hombres transportaron las tiendas a las que instalaron en la zona que vinculaba los tres campos, en las inmediaciones del surtidor. Eran bastante amplias, de tal modo que permitían albergar a cada grupo, además de una cuarta donde resguardaron las herramientas. Al día siguiente hicieron un primer viaje llevando los precarios muebles que habían construido con maderas abandonadas en el playón ferroviario de Palacios, o provenientes de embalajes diversos que encontraron en ese pueblo, además de los enseres domésticos y los baúles con ropa personal, toallas, algún elemento destinado a la higiene y ropa de cama, que arrastraban desde Europa. Atardecía cuando abandonaron las veinticuatro casas en un último viaje. Con la vista clavada en un horizonte interrumpido rítmicamente por los movimientos de la grupa del cansado matungo, se encaminaban Raquel y José, henchidos de esperanzas, al efímero reducto de sus renovadas ilusiones. Acicateados por la firmeza de su convicción y alentados por sus mujeres, pudieron, en agotadoras jornadas, preparar los campos para la siembra.

A fines de junio el frío se hizo sentir. Contrariando sus deseos ellas retornaron a las veinticuatro casas, apremiadas por los mayores y sus propios maridos. Dos de las mujeres abrigaban a la vida que los varones habían hecho posible en ellas. La tierra bendita que cubría los campos cobijaba aquella otra, esperada con ansias, que les daría el necesario sustento; ninguna manifestación de ambos milagros se percibía aun.

En los albores de la primavera los comentarios auspiciosos se confundieron pues, al unísono, las gratas novedades se tornaron ostensibles: los embarazos, evidenciados por la prominencia que tomaban los vientres y la germinación de los granos en los prados que rodeaban esas tres casas, y tantas otras de la comarca que se tiñó de verde. La evolución de ambos procesos fue seguida con el aliento contenido y los rezos cotidianos. Los varones permanecían allí para custodiar sus precarios pero preciados bienes y para comenzar a delimitar los terrenos con alambrados. Hacía semanas que se habían acopiado en Palacios los materiales y las herramientas, además de retoños de paraísos a los que plantarían muy cerca de los postes. A fines de septiembre volvió Cohen para cerrar trato con dos albañiles italianos. Ellos, contando con la ayuda de los futuros dueños, construirían las viviendas en las tres casas. El tiempo acompañó sus esfuerzos y la cosecha fue abundante.

En febrero, allí, en un sitio jamás previsto, que bien podía representar la antesala de un milagro, asistida otra vez por la buena voluntad de la señora de Alterman, a la que secundaba una desconcertada Taibe, Raquel parió una nena. Bautizaron en idish a su primera hija, Jaie Libe*(Vida Querida). Mi tía sobreviviría a los avatares de las precarias condiciones que enmarcaron su nacimiento y se constituiría en hito de prosperidad, porque sería el primer vástago de una numerosa progenie.

Por esos tiempos, obedeciendo a la misma vocación que los humanos, también las aves se habían reproducido. El gallo y la gallina que habían llevado desde las veinticuatro casas, exhibían una prole en constante aumento. Para resguardarlos del sol que se mostraba implacable, fijaron dos paraísos junto al gallinero para que tuvieran sombra. Los arbolitos, por suerte, soportaron el trasplante y pronto progresaron. Como sus exhaustas arcas conocieron cierto desahogo, tuvieron, las tres familias, apremiadas por la llegada de los niños, la posibilidad de comprar una pareja de vacunos de raza incierta. Con ellos comenzarían un largo aprendizaje, esa primera experiencia apenas si proporcionó la leche para el consumo doméstico. Mientras, las mujeres no conocían sosiego pues debían trasladarse casi todos los días desde las veinticuatro casas, acarreando la comida para sus hombres. Una vez en el terreno, se acomodaban en las precarias carpas con sus pequeños hijos para pasar el día atareadas con ellos, las huertas que prosperaban y las aves. Ya sus maridos, contando con la seguridad que da la experiencia, habían arado nuevamente sus terrenos y sembrado maíz. Por si fuera poco, ellos también asistían con gran entusiasmo a los vecinos de Palacios, que habían comenzado a levantar las paredes de sus futuras casas. Los retoños de la nueva cosecha se mostraban vigorosos y crecían raudamente, pues las lluvias habían sido generosas ese verano.

Finalizaba  febrero cuando José, Arón y Pinie, contemplaban extasiados la exuberancia de sus plantaciones, haciendo proyectos para un futuro donde combinarían la agricultura con la cría de vacunos y la lechería. Pero una límpida mañana a principios de marzo, estando solos los tres vecinos pues ese día las mujeres no llegarían con los niños, divisaron una extraña nube por el norte. Como no podían imaginar la naturaleza del inusual fenómeno, consultaron con los albañiles, señalando la oscura mancha que cubría el cielo en esa dirección. Estos, apenas vieron lo insólito que se avistaba, abandonaron apresuradamente la tarea que tan absorbidos los tenía hasta ese momento, para partir al galope hacia el pueblo donde vivían, al tiempo que les nombraban algo que ellos, ahora alarmados, no alcanzaban a entender; jamás habían escuchado esa palabra. Poco después no necesitaban explicación alguna, pues estaban viendo a las primeras langostas comenzar su festín posadas en el maizal. Sorprendidos y mudos, pues no alcanzaron a decir nada, bruscamente se encontraron sumergidos en una nube de insectos que volaban alrededor de ellos. El aire adquirió un desagradable y peculiar olor y el sonido producido por miles de mandíbulas triturando la preciosa cosecha, atronó sus oídos. Toda la zona fue devastada en pocas horas, algunos desesperados vecinos, con la ira dibujada en sus rostros, gesticulaban impotentes al borde de los alambrados. La leyenda familiar cuenta que mi abuelo efectuó algunos disparos con su escopeta, en un vano intento de encauzar su incontenible angustia, mientras otros lloraban en silencio. La desazón que se había implantado ferozmente en las almas, sin distinguir lenguas o religiones, determinó que la

comunidad se reuniese al anochecer en la sinagoga. El rabino los saludaba ceremoniosamente a medida que llegaban, luego se sentó observándolos en silencio, y se decidió a hablar cuando creyó que nadie faltaba. Comenzó refutando al viejo Alterman que se había adelantado, atreviéndose a expresar, en voz muy baja, la pena general.

—Nos persigue la desgracia—había dicho ante el compungido mutismo de la congregación.

–Desgraciada era nuestra vida en Europa, ¿tan corta es tu memoria?— afirmó serenamente el guía espiritual, para proseguir— Sin ofender al Bendito que nos trajo a esta tierra, debemos enfrentar el mal momento.

–Sólo se salvaron los paraísos y las acacias, el resto está pelado como en pleno invierno—comentó alguien.

–Ya volverán a brotar, por lo visto tendremos que prever esta contingencia en el futuro, sólo se trata de una prueba, no es un final irreversible—insistió el religioso.

–Nos cayó encima una de las plagas de Egipto—se atrevió a opinar el joven Moshé* (Moisés) Goldman.

–Es una invitación a la acción, el rebe tiene razón, nada ganamos con quejarnos. Podemos recurrir a la Jewish, necesitamos semillas para sembrar otra vez—dijo Marcos.

–Hoy mismo  escribo una carta, creo que me van a escuchar—anunció  con  firmeza el sacerdote que, a continuación se puso de pié y se dirigió al altar. La pequeña congregación respondió a la invitación, elevando sus alabanzas al Señor.

Algunos llevaron el ganado a zonas que milagrosamente se habían librado de los insectos, mas como la mayoría de los vecinos de Moises Ville apenas si tenía unos pocos animales, otros optaron por abastecerse de forraje hasta que pasara el chubasco. Casi todo el norte de la provincia había sufrido el asuelo de la plaga, los limpios campos fueron rápidamente arados con el fin de tener, lo antes posible, pasturas para la hacienda, meta que debían alcanzar antes de los rigores invernales.

Al poco tiempo, sin darles tregua, un nuevo problema se presentó. Promovidos por la falta de demanda de mano de obra en una vasta región, se multiplicaron los robos y los asaltos a las casas. Los colonos que habitaban parajes alejados de los pueblos, tuvieron que establecer guardias nocturnas para preservar sus escasos bienes y sus vidas. No obstante, a pesar de estas precauciones alguna familia sufrió agresiones que terminaron con un saldo luctuoso. Estos hechos y el aumento de la población, llevaron a la provincia a establecer una delegación policial en el pueblo. Como en la planta urbana todos hablaban casi exclusivamente el idish y poco, y mal, el castellano, la dependencia quedaría a cargo de Isidoro Saskin, integrante del primer contingente arribado a la zona.

–Jamás imaginé ver a un judío en uniforme de policía—dijo Taibe ante la noticia.

–¿A qué extremos seremos arrastrados?—respondió contrariado Marcos que no concebía a un cófrade desempeñando esa función.

En poco tiempo se acostumbraron a la presencia de un correligionario que, luciendo sus galones o de paisano, portaba a la vista de todos, el revólver reglamentario.

Las tres casas estuvieron listas a comienzos de la siguiente primavera. Estas tenían paredes de ladrillo a la vista, techos de chapa acanalada y pisos de madera. Amplias; disponían de una cocina económica a leña que permitía calentar el agua gracias a un tanque instalado sobre ella. El aparato también servía de calefactor para la gran sala que se utilizaba como comedor y lugar de estar. Tres dormitorios de dimensiones generosas completaban las viviendas idénticas. Las familias de José y su hermano Arón habitarían las dos que se encontraban a la izquierda del sendero que llegaba desde el pueblo y la de Pinie Kaplan la única que se hallaba a la derecha. Antes de instalarse solicitaron la consumación de los ritos que bendecirían el sitio. El líder espiritual se hizo presente para derramar sal en cada casa, siguiendo la tradición. Luego, en los marcos de las puertas de cada entrada colocó el receptáculo inclinado con los versículos bíblicos, el que una vez fijado fue besado por el religioso, mientras musitaba una breve oración. Todos a continuación  besaron dicha señal. Satisfecho el cometido, brindaron con grapa adquirida para la ocasión en el almacén del pueblo. Después comieron porciones de torta que las mujeres habían preparado para la ocasión..

Una fría pero despejada mañana mi bisabuelo se dirigió solo a Palacios a tratar la compra de una yegua. Abrigaba la esperanza de que el caballo que tenía, todavía estuviese en condiciones de engendrar descendientes. Supo a quién debía dirigirse gracias a las indicaciones de un judío conocido que allí vivía, el que le indicó que viese a un criollo de nombre Venancio que vendía animales. Confiado, mientras ahuyentaba a los perros, Marcos golpeó sus palmas parado frente a la casa. Pronto apareció el morador.

–¿Qué se le ofrece?

–¿Usted caballo mujer quiere vender?—fue la respuesta que obtuvo, en una desafortunada traducción literal, para colmo pronunciada con un acento que dificultaba en extremo la comprensión.

Venancio, tipo de pocas pulgas, que sólo había entendido palabras sueltas, se ofendió y entró en la casa para buscar un rebenque. En cuanto volvió a aparecer mascullando por lo bajo, — ¿me dijiste caballo o crees que soy maricón?……..ya te voy a enseñar—se produjo el rápido alejamiento de un Marcos asustado y avergonzado al mismo tiempo. Una vez repuesto, mi bisabuelo  se dirigió, muy confundido, a la casa del compadre.

–¿Compraste la yegua?

–¡No me hablés, no pude ni intentarlo! Me corrió con un látigo.

–¿Porqué?

–O él me entendió mal, o yo no pude explicarme bien.

–¿Qué le dijiste?

–¡Ya lo sabés, que quería comprar una yegua!

–¡Repetilo en castellano!—no tuvo más remedio que reiterar los términos que había empleado.

–De haber estado en su lugar, yo también te hubiese corrido a rebencazos. Después lo voy a ver, lo tranquilizo, le explico el malentendido, averiguo el precio que pide y miro que tal está el animal. Volvé mañana con plata y un cabestro; si lo comprás es tuyo y te lo llevás.

El lugareño, a pesar de su enojo, terminó por comprender las razones del equívoco y al día siguiente un silencioso apretón de manos cerró el trato.

La yegua parecía joven y Marcos nunca se arrepintió de la transacción, pues se veía lozano el potrillo que parió el siguiente otoño.

El decaimiento físico de mi bisabuela Taibe, que desde hacía un tiempo preocupaba a Marcos, devino en franco deterioro. La otrora animosa mujer se veía limitada, de manera creciente, por una sensación de ahogo que se acompañaba de tos ante los esfuerzos físicos. La molestia se había agudizado ese invierno hasta el extremo de fatigarse al intentar una breve caminata; además era evidente la creciente hinchazón de sus piernas y la alarmaban continuas palpitaciones. La consulta con el médico de Palacios y el estricto cumplimiento de sus recomendaciones, no cambió el panorama y en septiembre, carente ya de aliento aun hallándose en reposo, la otrora impulsora de los grandes cambios en sus vidas, vio reducidos sus días a la estancia en la cama o en un sillón al que llegaba sólo si era asistida. A todas luces no había esperanzas para ella. Falleció en octubre.

La casa donde otrora palpitaba intensa la vida, el lugar en el que Taibe había desempeñado un rol central, emanaba ahora una atmósfera melancólica. En tales circunstancias, Tobías que no se había caracterizado por su locuacidad por ser el más discreto y reticente de los hermanos, sumaba su tristeza a la angustia de su padre. El resultado fue un notorio deterioro de las condiciones en que transcurrían sus vidas, les faltaba la mano femenina.  Marcos había tenido seis hijos varones y Tobías era todavía soltero. Los dos más chicos, Rubén y Moisés que habían quedado en Rusia, se habían casado y estaban prontos a emigrar a los Estados Unidos.

Bien sabido es que las contrariedades no vienen solas, un nuevo problema que afligió con creciente intensidad al campesinado de la zona, no tardó en agregarse para golpear el ya atribulado espíritu de Marcos; las esperadas lluvias primaverales no llegaron como los años anteriores, fueron escasas e insuficientes. La cosecha sería pobre.

–Vamos a tener otro potrillo, por lo menos una buena noticia—anunció Tobías luego de dar una vuelta por el campo, mientras se sentaba bajo el alero de la casa para tomar unos mates con su padre.

Marcos recién regresaba, había salido muy temprano para llevar una gallina al matarife.

— ¿Qué hay de nuevo por el pueblo?, le preguntó su hijo.

–Se va el maestro, no parece fácil conseguir un reemplazante. Como Raquel tiene un primo que vive en Rosario y es docente recibido en Argentina, ella le escribió y él se comprometió a elegir uno. Es necesario contratar a alguien que instruya en castellano y por supuesto que también sepa idish.

–¡Que cambio! El rabino, antes en Rusia y después aquí, junto a Sinay, nos enseñaban a leer y escribir en idish y en hebreo, para entender los libros sagrados y las oraciones. Ahora los más chicos ya saben español.

–Me preguntaste alguna vez, en los primeros tiempos, de qué les sirve escribir solamente en idish. Vos sabés cual es nuestro temor, que se mezclen con los gentiles.

–Antes nos quejábamos porque no nos dejaban salir del gueto. Ahora que nada lo impide, nos asusta esa posibilidad—es difícil de entender.

–Mirá a Cohen, es una persona educada, pero no parece judío.

–Vos con la ropa que estás usando tampoco, y yo, que me afeito, menos todavía.

Tobías no pudo contener la risa.

–¿Qué te causa tanta gracia?

–El peón del almacenero de Palacios me enseñó un dicho popular.

–¿En castellano?

–Sí.

–¿Lo entendiste?

–Tuvo paciencia y lo comprendí.

–¿Qué te dijo?

–Que es inútil mear contra el viento.

–Una grosería, ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

–Que los temores de ustedes, los mayores, no van a poder detener lo inevitable. ¡Quién te dice que algunos de los más chicos no terminen siendo doctores en este país!

–No olvides que nuestro mayor mérito, imposible de comparar con otro cualquiera, es haber custodiado la Ley; respetado el pacto y la palabra durante dos mil años. 

–Nosotros no nos apartamos, acatamos escrupulosamente los mandatos, yo soy un ruso más, pero mis hijos serán argentinos, hablarán el idioma como el resto, aprenderán a leer y escribir, tendrán las puertas abiertas para lo que quieran hacer de sus vidas, conocerán otra gente que no los despreciará.

–¿Las leyes de aquí lo garantizan?

–Así dicen, cuando venga Josías Éfron, el primo de Raquel, para presentarnos al nuevo maestro, le voy a pedir que me aclare bien el punto.

–¡Que el Señor nos proteja! Fueron las palabras con que Marcos dio por terminadas mateada y conversación; dejó la silla y se dirigió, sin poder evitar que su rostro reflejara inquietud, al gallinero, para esparcir el grano que las aves esperaban.

La escuela

Ese año el maíz les brindó una cosecha que compensó las pérdidas sufridas por el trigo, y la langosta no malogró los esfuerzos de los chacareros. El extraño pueblo donde se hablaba casi exclusivamente el idish, había crecido y la comunidad judía se había visto sacudida, a fines del verano, por la llegada de Josías Efron acompañado por una docente. Eva Reznik apenas si había superado la adolescencia cuando se recibió de maestra normal. La precaria vida que llevaba su familia en Rosario la forzó a aceptar ese puesto en un sitio distante donde le ofrecían un buen ingreso, casa y comida. De este modo se separó de la numerosa parentela que vivía apiñada en una habitación de un conventillo rosarino, del que  ella quería escapar. Así dejó atrás la estrechez y el barullo del lugar donde había crecido; no parecía tener otra opción.

Una calurosa mañana de marzo, los niños que vivían con sus familias esparcidas por los campos circundantes, fueron transportados por sus padres, reiniciarían la instrucción. La animosa maestra tuvo que dedicar sus primeros esfuerzos a una tarea no habitual, retomar la enseñanza de las palabras del idioma del país, sobre todo a los más pequeños que llegaban por primera vez al aula, pues lo desconocían casi por completo. Sólo después, ya en invierno, cuando recibía a los chicos ateridos y con los mocos asomando de sus narices luego de pasar horas a la intemperie, en el lento viaje que la mayoría hacía con las piernas colgando del carro que llevaba la leche al pueblo, encararía la lectoescritura y los rudimentos de las matemáticas. Dividiendo la tarea en dos turnos cumplía con el plan de enseñanza provincial. Al mediodía los niños comían la vianda que traían de sus casas, distribuidos en el umbral o los jardines del colegio, si el tiempo acompañaba. Refugiados en el aula si hacía frío o llovía. Sólo considerando que los alumnos eran de edades y conocimientos diferentes, podremos comprender la titánica tarea que, con envidiable entusiasmo, ella encaraba.

Ese año, promediando el otoño, lluvias torrenciales azotaron la región. Estas convirtieron a los precarios caminos rurales en fangales intransitables que imposibilitaron la circulación y por lo tanto, el traslado de los alumnos. Luego, las persistentes precipitaciones que no cesaban, inundaron todo el terreno y sitiaron a las casas que se transformaron, por dos semanas, en solitarias islas. El bueno de Isidoro Saskin recorrió los campos cuando el agua comenzó a descender. La superficie que rodeaba a las tres casas estaba totalmente anegada.

–¿Les falta algo, hay alguien enfermo?

–Nosotros nos arreglamos, los que no tienen comida son los animales, el torito, la vaca y los caballos—le informó José. Por lo que sé, en la casa de Arón y en lo de Kaplanl están en la misma.

–Ahora voy para allí. Tuvieron la langosta, después la sequía y ahora el diluvio, los persiguen las maldiciones bíblicas.

–El señor aprieta pero no ahorca y nada hicimos para que nos castigue. En realidad estamos agradecidos porque tuvimos tiempo de levantar el maíz y despacharlo antes de que empiece la tormenta.

–Debe haber alguna forma de evitar esto, por ahora me comprometo a volver con forraje. Saludo a los demás y me largo a algún otro grupo de casas. Recién mañana podré regresar, tengo que andar con mucho cuidado, adivinando por donde sigue el camino, y eso lleva mucho tiempo.

Semanas después el agua había escurrido y presumían una tregua, pues habitualmente el invierno era un período de pocas precipitaciones. La preocupación por la repetición del episodio reunió, otra vez, a casi todos los jefes de familia en la casa del rabino. Nadie tenía la menor idea de cómo prever semejante contingencia, entonces decidieron consultar con los chacareros italianos, la mayoría de los cuales habían corrido la misma suerte que ellos. Del cónclave ampliado, al que concurrieron casi todos los campesinos de la vecindad, surgió la resolución de enviar una delegación a San Cristóbal para consultar con las autoridades. Allí se enteraron de que la provincia estaba construyendo un canal aliviador que pasaría a unos kilómetros de sus campos, en dirección al pueblo de Virginia, ubicado al este de Moises Ville y terminaría desaguando en el Salado. Insistiendo, lograron un compromiso del estado, enviarían agrimensores para estudiar la posibilidad de construir una zanja adicional, de menores dimensiones, que vertiese sus aguas en la acequia que ya estaba en ejecución.

Algunos meses después, en los papeles, el proyecto estaba listo, pero su puesta en marcha podía demorar años. Los ansiosos y preocupados colonos se ofrecieron entonces como mano de obra, siempre que la provincia proveyera las herramientas, el personal de dirección y algunos peones que colaboraran con ellos. El trato fue sellado y la construcción del canal, encarada con tenacidad, logró concluir el trazado a fines de la primavera del año siguiente. El agua proveniente de lluvias torrenciales sólo afectaría parcialmente a los campos, de ahí en más lo acumulado drenaría rápidamente.

En el último año del siglo, las adyacencias de las tres casas veían corretear a un enjambre de niños cuyo número crecía aceleradamente. Cumpliendo el doble mandato, el de la religión y la época; y seguramente añadiendo el propio entusiasmo, mis abuelos engendraron otra flamante vida.

–¿Será varón?

–Ojalá, en algún momento va a ser necesaria otra mano, con el nuevo cultivo  que trajo Cohen podemos tener más ganado.

–¿Cómo se llama?

–Alfalfa.

–¿Qué ventajas tiene?

–Parece que es una planta más nutritiva que el forraje común, resiste a la sequía, a la langosta no le gusta demasiado, deja en buenas condiciones a la tierra y por lo tanto, mejora el rinde de los cereales que se siembran después.

–El torito que compraste, que es muy lindo, va a tener asegurada su alimentación.

–Tendremos terneros y produciremos más leche.

–Con un poco de suerte y la ayuda del Señor, no vamos a depender sólo de la cosecha.

–Voy a cebar un mate, pero a vos no te gusta con leche.

–Me acostumbré a tomarlo amargo.

–Como los nativos.

–¿Tendrán esa condición nuestros hijos?, nosotros no pasaremos de la categoría de gringos. Hablando de gringos, después voy a ensillar para ir a lo de Scarafía, tengo que hablar con el hijo.

–¿Domingo?

–Sí, tenemos pensado comprar más caballos y compartirlos, pronto tendremos que plantar esta bendita alfalfa.

–¿No hablaron de eso con Culnovich?

–Sí, pero la idea que él tiene de fundar una cooperativa va a llevar un tiempo largo, es algo complicado. Ya tuvimos problemas el año pasado por la falta de animales para el trabajo, el italiano y yo estamos en la misma situación, lo mejor es resolverlo ahora. Al estilo de la época entre gente del interior, esa tarde sellaron el trato, como la palabra empeñada constituía la garantía de la cual nadie dudaba,  cualquier papelerío era superfluo, un apretón de manos fue suficiente. Las voces que enmarcaron el acuerdo, de haber sido escuchadas por un argentino, seguramente le hubiesen provocado una explosión de risa; pero ellos se entendieron, más allá del cocoliche lingüístico empleado.

Hasta ese momento, los nacimientos, casamientos y defunciones, los anotaba prolijamente Pinjas Glasberg en idish, en un libro de contabilidad de duras tapas al que antes no había encontrado utilidad alguna. El crecimiento del pueblo y los numerosos nacimientos, determinaron que las autoridades decidieran abrir una oficina del registro civil, a cargo de un joven bilingüe. Desde entonces se expidieron los documentos necesarios en castellano. Lo curioso de este hecho es que se emitía una copia oficial, volcada desde un libro cuya cubierta ostentaba un gran título en ruso, mientras su interior guardaba un texto manuscrito en idish, del que se transcribían literalmente las antiguas inscripciones; por esa razón no pocos quedaron anotados con nombres inexistentes en español, entre ellos mis dos tías mayores.

La cifra de sólo 1900 lucía exigua para los judíos, que contabilizaban en su calendario algunos miles de años más que sus vecinos cristianos. Dadas las cordiales relaciones, y la especial importancia de la fecha con sus números redondos, en aquella oportunidad no dudaron en sumarse a la gran fiesta al aire libre el caluroso 31 de diciembre. Sólo algunos de los más jóvenes de la comunidad judía se sumaron a los bailarines que alegres giraban en la improvisada pista, en el vecino pueblo de Virginia. Sus ancestrales tabúes inhibían a la mayoría, y todavía los críos nacidos en el país eran muy pequeños para integrarse a semejante jarana. Al anochecer regresaron a sus casas antes de que la oscuridad les impidiese distinguir el camino.

–Menos mal que no cayó en shabat—le comentó a su mujer mi abuelo José.

–Nuestros vecinos se hubieran ofendido si no participábamos de su fiesta. Como van las cosas, con el tiempo será también nuestra la celebración de este día.

–Decime Raquel ¿Qué es lo que tanto los alegra?

–La circuncisión de Cristo.

–¿El día en que su padre lo hizo judío?

–Eso parece.

Con cierta sorna—Todo el asunto aparenta ser un gran malentendido, en Rusia lo festejaban en un día diferente.

–¿Qué seguridad tenemos nosotros de que Dios creó el mundo el día de Rosh a Shaná del año que dice la Biblia, aquel en que comenzó a correr el tiempo?

–No sigamos, no podemos dudar de nuestra fe.

–Entonces dejemos tranquila también a la de ellos.

Los deseos no siempre se ven cumplidos, a comienzos de marzo Raquel dio a luz una nueva niña a la que bautizaron Taibe en memoria de su abuela. Como ya sabemos, así quedó consignado en los documentos, aunque con los años muchos la conocerían como Teresa, sin embargo, de haberse efectuado una traducción respetando el concepto expresado en tal apelativo, la hubiesen llamado Paloma. Poco a poco los nombres eran volcados al castellano por su consonancia fonética y no por lo que realmente significaban.

Para ese entonces el rodeo de vacunos que pastaban el terreno, ahora bien alimentados, se había incrementado visiblemente. Los animales se reproducían y la introducción de algún ejemplar de mejor calidad permitía un bienvenido aumento en la producción de leche. Con el crecimiento del plantel infantil de las tres casas, los inquietos inmigrantes sentían con cada vez más seguridad su pertenencia al país. No obstante ello, las dificultades con el idioma se mantenían. Este inconveniente era generado, en parte, por un fenómeno en buena medida muy original. La gente que tenía contacto frecuente con los habitantes del pueblo y sus alrededores, aprendía a hablar idish mucho más velozmente que ellos el castellano, al que muchos de los veteranos nacidos en Rusia jamás lograrían emplear con soltura. Por lo tanto, no era raro escuchar a antiguos criollos residentes en la vecindad, muchos de ellos obreros rurales o pequeños comerciantes, emplear con cierta facilidad y aceptable destreza el idioma de los judíos. Esa comunidad logró, en enero de 1908, convertir a la pequeña caja que desde hacía unos años funcionaba en el pueblo, sobre todo para auxiliar con mínimos préstamos a sus socios, en la primera cooperativa de consumo de la Provincia de Santa Fe.

Paralelamente mi familia ancestral siguió creciendo, en 1902 nació (Rivke) Rebeca, en 1904 (Tzire) Cecilia y por fin en 1907 Jaime, el ansiado varón.

Mis abuelos no cejaron en su empeño de aumentar la población y darle trabajo al empleado que debía anotar la llegada de sus hijos, el resultado fue una sucesión de chancletas que no le dio respiro al pobre José: (Enie) Ana, mi madre, (Pesce) Paulina, y por último, ya en la segunda década del siglo, (Sure) Sara y (Mere) María, completaron una vasta familia. Junto a sus vecinas de las tres casas habían dotado al pago con más de treinta niños. Era ostensible el parecido a José de la mayoría de las hijas; con el tiempo serían altas, delgadas, de tez algo oscura y ojos castaños. Tres eran de menor estatura: Teresa que tenía cabellos claros y hermosos ojos celestes como los de Raquel, Sara y María, en cambio, los tenían oscuros. Jaime reuniría una síntesis de las características de sus padres, sería alto, fornido, rubio y de ojos azules. El antiguo y abandonado yuyal rebosaba ahora de bullicio.  Las casas agrupadas aquí y allí, unidas por rústicos senderos, se cobijaban en frondosas arboledas.  A la vera de las construcciones, además de los gallineros, se veían huertos y montes de frutales que adornaban el paisaje. Los campos linderos, delimitados por filas de árboles, se veían trabajados y albergaban rebaños vacunos. Ellos habían completado la remodelación de la comarca, iniciada por los vecinos italianos.

Enterados de que su nueva patria celebraría sus jóvenes cien años, no dudaron en organizar el primer gran festejo que no se relacionaba con sus ancestrales tradiciones. Hacia fines de marzo, Eva, la maestra, reunió en el recién estrenado salón Kadima a los notables de la colectividad. Demostrando sus innatas dotes de traductora, narró en un prolijo idish la historia de la Revolución de Mayo y los sucesos importantes en la corta vida de la nación, resaltando la trascendencia del acontecimiento cuya conmemoración se avecinaba. Por último aclaró que la fecha no caería en un sábado, que sería un miércoles, por lo que nada les impedía sumarse a la alegría de esa jornada. La escuela, el sitio donde ella impartía a los niños las nociones acerca de las características del país, su lengua, historia y la personalidad de quienes habían sido sus próceres, sería el lugar adecuado para el acto que proponía llevar a cabo la mañana de ese día. Como no había objeciones a lo propuesto, rápidamente brotaron sugerencias respecto a los detalles. Desfilarían los chicos con sus guardapolvos blancos, precedidos por el que tendría el honor de portar la bandera. Luego se izaría otra en el mástil que se hallaba frente a la entrada del edificio, lo que daría lugar a la entonación del Himno Nacional. A renglón seguido, hablaría la maestra en idish para que todos comprendiesen y por último Jaie Libe Teitelbaum lo haría en castellano. Rápidamente proyectaron un agasajo para el medio día, todos aportarían las comidas tradicionales elaboradas por las mujeres y se servirían bebidas costeadas por la cooperativa. Fue una jornada fría pero soleada, gracias al pampero el cielo encapotado con que se había presentado la semana lucía límpido esa mañana. Don Isidoro, enfundado en su uniforme policial, dio con su presencia cierta solemnidad al acto y aportó la única estampa formal de la asistencia de un funcionario al augusto aniversario. Entre el público se pudo observar a algún criollo que trabajaba en la cooperativa, y vecinos italianos a los que ese pueblo les quedaba más cerca que Virginia. De la mixtura de gentes y lenguas, como la que se pudo ver ese día en la aldea santafesina, surgiría un país diferente a aquel, que casi despoblado, había dejado de ser colonia un siglo antes. Por esos tiempos, en el vasto territorio los extranjeros o la primera generación de sus hijos constituían una parte importante de la población.

Marcos, que algunos años después de fallecer Taibe había elegido a una mujer mucho más joven que él para volver a casarse, tenía en la época del centenario un hijo adolescente fruto del nuevo matrimonio. Pocos meses después, el decaimiento físico que lo aquejaba se manifestaba cada vez con más intensidad. Alejado de los rudos trabajos del campo, debió confiar las tareas a Tobías, que a la sazón y ya con treinta años a cuestas, cortejaba abiertamente a Eva, la joven maestra. Al morir en los primeros meses del año siguiente, dejó a su último vástago a cargo del hermanastro. Su ausencia señaló con más fuerza el devenir de un proceso que terminaría, poco a poco, alejando a la estirpe de sus antiguas costumbres. No solo por el hecho de que los niños recibieran una educación secular. Al producirse la convocatoria de los primeros varones nacidos en el país al servicio militar, creyeron revivir viejas inquietudes y recelos. Estaban todavía frescos los recuerdos del especial maltrato que recibían los jóvenes judíos movilizados en Rusia, los que como castigo por profesar tal religión, debían servir durante años, en algunos casos más de veinte, en un ejército que los despreciaba. La partida del hijo mayor de los Levin, el primer varón nacido en los galpones de la estación de Palacios, milagroso sobreviviente de aquellos trágicos tiempos originarios de la comunidad, estuvo cargada de aprensión. Una pequeña multitud se dio cita para despedirlo, en el mismo sitio donde su madre lo había parido en condiciones de inenarrable precariedad. Unos meses después volvía Jacobo, vistiendo ahora el uniforme de soldado conscripto. Le habían sido concedidos unos días de licencia para que pueda pasar las pascuas con su familia. No anunció su arribo, por lo que grande fue la sorpresa cuando apareció una mañana en el carro, acompañando al vecino que había llevado la leche a Palacios. Los padres lo vieron cuando se apeaba y corrieron a abrazarlo sin poder contener el llanto.

–Tranquilos, que estoy bien—fueron las palabras que escucharon en un castellano que parecía haber perdido, en tan poco tiempo, buena parte del acento que distinguía a los que hablaban idish. Inconscientemente se había dirigido a ellos en la lengua local.

–¿Cómo te trataron? –atinó a preguntarle su hermana Sara, la primera en secarse las lágrimas y dejar paso a las palabras, esta vez en idish. Pero, como en pocos minutos corrió la noticia, antes de poder contestar, su atención se dirigió a verificar la llegada, en sulkis o montando a caballo, de muchas personas que se aglomeraron en la calle, frente a su casa. Esto lo decidió a esperar para no tener que repetir la respuesta. Cuando ya no se divisaba el arribo de nuevos concurrentes, se decidió.

 —Nos gritan, nos despiertan de noche sólo para molestarnos. Las tareas son pesadas, pero no peores que las del campo, nosotros estamos acostumbrados, los de la ciudad son los que más sufren—para añadir a continuación— Ya se disparar con un fusil y el sargento dice que soy buen tirador.

–¿Qué tal la comida?

El silencio sepulcral que siguió a la ansiosa pregunta de su madre, determinó que Jacobo no pudiese ocultar su turbación.

–No es como la que vos hacés…………………..

Aquí terció el rabino Goldman que, advertido, había sido uno de los últimos en llegar.

–¿No es casher verdad?—preguntó el religioso evitando toda ambigüedad.

–Como se pueden imaginar, en el cuartel nadie sabe lo que es eso.

Ante la sucinta respuesta, los asistentes fueron sobrecogidos por una corriente de amargura y contrariedad; entonces el rabino, con gesto adusto pero sereno, cortó de cuajo el tema.

–Como se trata de un asunto delicado, lo voy a hablar después con él.

–¿Te maltrataron porque sos judío?

–Me hicieron chistes, algunos pesados al principio, y el cabo, sin disimulo, me mandaba a hacer los peores trabajos. Sin embargo, saber leer y escribir me ayudó. Después del primer tiempo de instrucción me pusieron de asistente del mayor y allí estoy mucho mejor. Hago trabajos de oficina y las compras a la mujer. Es verdad que no me gusta estar en el regimiento, sería más útil aquí dándole una mano a papá, en ese sentido todos mis compañeros sueñan con verse libres. Es sólo un año y medio, que ahora me parece eterno, pero pasará rápido—la madre no se pudo contener, lo interrumpió para besarle la mejilla— A los mayores les pido que se olviden de sus temores. No estamos en Rusia. Si bien nos miran de una manera especial y no me gustan las bromas sobre nuestro acento o acerca de los nombres que tenemos, es evidente que el ambiente es distinto al de esos recuerdos que a ustedes los persiguen. Aunque de ningún modo puede descartarse que algunos de estos, en el fondo de sus almas, nos detesten como aquellos.

Antes de vestirse de paisano, Jacobo, obedeciendo a una seña del clérigo, caminó junto a él.

–Comiste lo que te dieron.

–Aguanté dos semanas a pan, galleta y mate cocido. Los otros me miraban como a un bicho raro y le digo la verdad rebe, me moría de hambre. Encima tenía que hacer la instrucción como el resto…………………….

–Nuestras leyes dicen que lo principal y sagrado es la vida. La santidad de tu comida no debe poner en peligro tu existencia. Si no tenés alternativa, como parece que ocurrió en este caso, Él te perdonará. Pero tenelo bien presente, bajo ninguna circunstancia podemos alimentarnos con carne de cerdo. Rezá hoy con nosotros al atardecer.

El soldado estaba estableciendo evidentes diferencias con las conductas originadas en profundas convicciones imbuidas de misticismo, que su comunidad había respetado a rajatabla durante centurias. No habían sido la laxitud, ni mucho menos su falta de fortaleza, los factores que lo habían conducido a ceder a su necesidad de ingerir la comida que le ofrecían; prohibida por su religión, pero de tentador aroma. Sin sospecharlo siquiera, el origen de su transgresión al bíblico mandato obedecía a que él no percibía que aferrarse a tal obligación, constituyera una distinción que lo elevaba por encima de los demás. Los fantasmas relatados hasta el hartazgo por aquellos que habían vivido en Europa, parecían desleírse en la nueva tierra, contribuyendo decisivamente a la lenta, pero progresiva disipación de la milenaria leyenda del “pueblo elegido”.

Para 1913 la comunidad contaba con dos sinagogas, un hospital, dos escuelas, una biblioteca y un salón de actos apto para representaciones teatrales.

Parecían lejanos los tiempos fundacionales, las peripecias sufridas y aquel inspector de migraciones que pretendió enviar de vuelta a Europa al primer contingente, al que ya había separado de los demás inmigrantes en el remoto 1889; molesto por su aspecto y disgustado por tener que autorizar el ingreso al país de gente con una religión diferente, nada menos que judíos.

Contrastes: criollos y gringos

A medida que el área prosperaba, se diversificaban las explotaciones en los campos. Esto determinó que tanto judíos como italianos se vieran precisados, cada vez con más frecuencia, a contratar gente que los ayudara en el trabajo en la época de la cosecha. La mayoría de estos peones eran criollos santafecinos o santiagueños. Ellos no habían sido beneficiados con una educación traída de lejanos países, no les había sido reconocida propiedad alguna, no tenían ahorros, ni filántropo  a quien recurrir. Sus ancestros habían vivido libres en la pampa infinita, coexistiendo con la naturaleza en esa inmensidad que casi no conocía límites. En su momento fueron reclutados para integrar los ejércitos en las guerras de la independencia. Después protagonizaron, siguiendo a distintos caudillos, los sangrientos conflictos civiles que se habían prolongado durante décadas. A poco de cesar las luchas intestinas y organizarse el país, comenzaron a arribar nutridos contingentes de inmigrantes europeos. Por esos tiempos las propiedades fueron delimitadas por alambrados y el ferrocarril facilitó el nacimiento de nuevos poblados; cambios que afectaron a los antiguos habitantes, pues vieron esfumarse una parte importante de su tradicional entorno y, como consecuencia, se encontraron privados de elementos esenciales de su cultura. Ante la transformación en curso, las viejas usanzas perdieron buena parte de su vigencia y la gente que las encarnaba fue abandonada a la mano de Dios. No fue extraño, entonces, que cayeran en la indolencia, y fueran relegados a desempeñar tareas menores, generalmente muy mal retribuidas. Los gringos que nada sabían del pasado del país, o sus hijos que en el colegio recibían una información falaz y distorsionada, creada por corrientes culturales nacidas al calor de la clase social que se había apoderado, con artimañas deleznables y no poca sangre, de enormes extensiones del territorio; opinaban por lo evidente que saltaba a la vista que, como sabemos, puede ser la engañosa pantalla que oculta el rostro evasivo de la verdad.

–Menos mal que con las chicas nos arreglamos. Catalina que le pidió ayuda a la esposa de Juancho, el peón que a veces trabaja con Mauricio, dice que es más un problema que una solución. Se cansó de explicarle cada cosa que tenía que hacer. Embarazada como está, prefiere arreglarse sola—le comentó mi abuela a mi abuelo.

–Domingo Cuniglio cree que los criollos no quieren trabajar, que en cuanto tienen unos pesos los gastan para emborracharse en el boliche.

–¿Dónde lo viste?

–En la cooperativa.

–Los nativos tienen hijos a montones, pero no se hacen cargo de ellos. Si van al colegio es por poco tiempo, antes de que terminen el sexto grado ya los mandan a trabajar como peoncitos o para ayudar en las casas.

–Se ríen de los inmigrantes. Imaginate lo que sería este país sin nosotros, daba pena el desierto que encontramos cuando llegamos.

–El ejemplo lo tenés enPinie, va a mandar al colegio secundario a su segundo hijo que es tu tocayo. Me dijo Catalina que estará toda la semana en Sunchales y volverá los viernes por la tarde, antes de que empiece el sábado.

–Él tuvo suerte, son cinco varones uno detrás del otro, podrán estudiar y más adelante turnarse para ayudarlo en el campo. Nosotros ni podemos soñar con mandar a las nenas a otro sitio y por ahora sólo puedo contar con Jaime.

Callaron. Jamás se referían al primer hijo perdido, cuya sombra convocada por la conversación, súbitamente ambos presintieron.  Ahogando las palabras, sacudida de improviso por el recuerdo, el rostro de Raquel parecía reflejar más un severo desengaño que una profunda tristeza. José pareció sumergirse en insondables cavilaciones. Ella no había exhibido vacilación alguna cuando su quinto hijo fue un robusto varoncito; y si tuvo algún temor en vista del nefasto precedente, bien que se guardó de demostrarlo. Jaime, destinado a ser el único varón de los nueve hijos, había superado el trance de su circuncisión sin sobresaltos y, como suele suceder, se convirtió en un juguete, el muñeco mimado por sus dos hermanas mayores. En aquel momento las niñas asistieron, aparentemente imperturbables, al festejo que acompañó al solemne trauma del bautismo, sin dar muestra alguna de la envidia que las carcomía.

En la casa reinaban el orden y la limpieza. El fuerte carácter de Raquel imponía un acatamiento riguroso a sus indicaciones. El resultado fue que, invariablemente, su mera presencia lograse el cumplimiento puntual de las tareas. Mientras ella, con mucha frecuencia cursando un nuevo embarazo, cocinaba y se ocupaba de la huerta, los frutales, las gallinas, los patos, los pavos y el ordeñe de la vaca que tenían en un corralito aledaño; las chicas a medida que crecían, se encargaban del aseo y el tendido de las camas y la mesa. Si el lavado de la vajilla propiciaba solapadas discusiones, se guardaban muy bien de que la reyerta no llegara a oídos de su madre. Durante un tiempo el entretener al pequeño Jaime fue una maniobra útil para evitar la fastidiosa tarea, y era usada alternativamente por sus hermanas.

La siempre alegre y dicharachera abuela Slate solía pasar extensas temporadas en la casa, sobre todo en primavera y verano. Ella rompía la seriedad reinante, haciendo las delicias de sus nietas con sus inverosímiles cuentos. Supe por el relato familiar que llegó a mis oídos durante mi infancia, que la jovial anciana murió de improviso, pocos años después, en la casa de mis abuelos, cuando cayó repentinamente de la silla en el patio de tierra, una tarde estival, mientras entretenía a los chicos.

El invierno le daba a José cierto respiro en las múltiples y rudas tareas que ocupaban sus días. Podía, como solía hacer Raquel, sentarse a leer, siempre con un cigarrillo entre sus ya amarillentos dedos, o a jugar con la creciente prole. La biblioteca del pueblo era bilingüe y ellos, que hacían uso de ella con creciente avidez, no tardaron en sentir la insuficiente llegada de nuevos materiales. Josías Efron que visitaba varias veces en el año a la creciente comunidad, pues era su obligación supervisar la marcha de las escuelas que la Jewish mantenía, casi siempre portaba algún nuevo libro que su prima recibía con entusiasmo. Así se fue forjando entre ellos una cálida relación, ésta les permitía a mis abuelos disfrutar la dicha del diálogo con una persona instruida, la cual, no obstante haber gozado de una educación secular, persistía en ceñir la cotidianidad a los ancestrales hábitos, en buena medida regidos por la religión. Esta conducta no le impedía exhibir una gran tolerancia, respecto a las costumbres del amplio abanico de sus variadas relaciones. La llegada del pariente era un acontecimiento para una familia campesina que vivía en relativo aislamiento y a la que caracterizaba cierta timidez en algún caso y personalidades más fuertes en otros, pero en la que todos, invariablemente,  eran discretos y reservados. En esa ocasión se enteraron de que la mujer de Josías esperaba su primer hijo, que a la postre sería el único. Habiendo abandonado todo el linaje al distante pueblo original, al que ahora sentían como si hubiese pertenecido a un lejano pasado perdido en el tiempo, la encargada de mantener viva la relación con los hermanos y cuñados era Raquel. Los familiares, con los que jamás volverían a encontrarse, se hallaban definitivamente afincados en los Estados Unidos. El vínculo se mantuvo vivo durante muchos años gracias a una perseverante correspondencia. En aquellas cartas ella lucía sus dotes, pues era una sutil e inteligente redactora. 

Como vemos, las pretensiones intelectuales resurgían con fuerza en cuanto la vida les daba una tregua. Sería un año preñado de acontecimientos. Uno fue la aparición de un importante diario en idish en Buenos Aires. La mayoría de los colonos, ni lerdos ni perezosos, se constituyeron en tempranos suscriptores de la publicación, cuyos números aguardaban ansiosos. Gracias a sus páginas las noticias llegaban con notable continuidad y apenas dos o tres días de retraso. Fue por su intermedio que se enteraron de la gran guerra que había estallado en Europa.

Eva, la maestra, luego de un período de indecisión, terminó por aceptar a Tobías y tuvo un alivio en sus tareas, pues nuevos colegas fueron convocados para mejorar la calidad de la enseñanza en esos años de relativa prosperidad. El clima acompañaba, los perjuicios producidos por la langosta se mantuvieron acotados y las demandas de trigo y sobre todo carne aumentaron, al igual que sus precios, como consecuencia del lejano conflicto que, contrariando los primeros vaticinios, amenazaba con un curso incierto y prolongado.

Epílogo de la primera parte

Esta es una descripción novelada, basada en recuerdos infantiles, anécdotas relatadas por mis mayores y datos recogidos de diversas fuentes, sobre el origen del pueblo de Moises Ville, ubicado en el centro de la provincia de Santa Fe, a algo más de seiscientos kilómetros de Buenos Aires. Relata una historia que habla de la intolerancia y una de sus consecuencias, la migración a través del planeta de grupos que, perseguidos y marginados, buscan desesperadamente un sitio para volver a comenzar, ilusionados, una nueva vida. Una tragedia que nunca ha cesado, protagonizada por distintas agrupaciones nacionales. En diferentes períodos históricos, sólo han cambiado las singularidades de víctimas y victimarios. El tiempo nos permite, en ciertos casos, asistir a un insólito cambio de roles, circunstancia que habla a las claras de las dificultades que siempre han encontrado los intentos para terminar con esa lacra de la condición humana que es la discriminación. Es el hombre un ser extraño que necesita compartir la vida con sus semejantes, con los que se reúne, pero esta hermandad, con demasiada frecuencia, no tolera convivir con otros que han constituido clanes diferentes. Siente como una amenaza, sin fundamentaciones evidentes,  cualquier ideal ajeno a los sostenidos por su cofradía. No se suman ni se comparten los bienes, se disputan ferozmente, sobre todo ante minorías indefensas y explotadas. Hasta hace pocas generaciones era consentida, sin disimulo alguno, la esclavitud; provecho usufructuado no sólo por las naciones presuntamente civilizadas del norte, también aquí, en las inmediaciones de la plaza del Retiro, funcionaba un “mercado de esclavos negros” trasladados en horribles condiciones desde su África natal, para ser adquiridos por las clases pudientes de la ciudad. Igual suerte corrieron muchas personas pertenecientes a los pueblos originarios, sobrevivientes del exterminio que significó la “campaña del desierto”, encabezada por el General Julio A. Roca.

Mis antepasados subsistieron discriminados y, salvo excepciones, obligados a sobrevivir en una pobreza extrema en toda Europa. Los residentes en los países occidentales de ese continente, accedieron a su liberación luego de la las reformas introducidas por la Revolución Francesa y el subsiguiente régimen napoleónico. De ahí en más y, hasta el nazismo de mediados del siglo XX, ellos gozaron de una ciudadanía que les confería plenos derechos. La igualdad los había bendecido, excepto durante aquel espantoso interregno. En el oriente Europeo sus degradadas condiciones de vida se extendieron hasta el siglo XX, cuando, la Revolución Rusa pareció anunciar una redención que, a la postre, se reveló efímera, porque sus benéficas consecuencias fueron, en buena medida, borradas por el estalinismo.  Si bien la tolerancia hacia colectividades que exhiben notorias diferencias y sobre todo una religión distinta, está lejos de ser una conquista humana consolidada, mis predecesores gozaron en estas tierras americanas del sur, de una hospitalidad que jamás se habían atrevido a soñar. La influencia de una sociedad que estaba gestando una nueva personalidad mientras los acogía, pues lo hacía también con multitudes provenientes de muy diversos linajes, debe haber sido un elemento clave en la tolerancia de que gozaron, que, aunque nunca fue total, contribuyó a su integración a la nación. Tal mixtura provocó profundos cambios en las costumbres, en el lenguaje cotidiano y literario, o en la música y las más diversas manifestaciones culturales del país. Varias generaciones después, no es raro encontrar familias con algún miembro cuyo apellido es indudablemente judío, aunque su portador tenga sólo remotas referencias de ese bisabuelo del que proviene. Si bien las leyes establecen la igualdad, son los corazones y las mentes los que se resisten a la evidencia: somos todos Homo Sapiens.

Vivir es como tejer, hay que atar el hilo nuevo al viejo. Antes de descender a la tumba el sayo debe estar terminado. Ahí sabremos qué clase de sayo es, qué partes están mal hechas y cuáles quedaron mejor. Es importante lo que eso dice sobre la propia vida, así como sobre la sociedad en que esa vida transcurrió”  Zbigniew Herbert (1924-1998)