Mario Montagna

Gilberto Bosques: el primer mexicano que conocí.

Conocí al señor Gilberto Bosques en Marsella, a fines de 1940, cuando era Cónsul General de México en Francia.

Entonces yo estaba internado en el campo de concentración del Vernet y había obtenido el permiso para ir a Marsella, acompañado por un Guardia Móvil, con el objeto de retirar el visado de emigración para México que el Gobierno del General Lázaro Cárdenas me había otorgado algunos meses antes sin que ni siquiera yo lo supiese por la intervención de mi amigo Vittorio Vidali y de un Comité de personalidades que presidía el doctor Enrique Arreguin.

No era fácil sacarme, ni aunque fuera por pocos días, del infernal campo del Vernet, en la portada del cual se hubieran podido escribir las trágicas palabras de Dante: ”¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!” Sin embargo las insistencias de Bosques lograron hacer este milagro.

Antes de ir al Consulado General de México estuve -siempre acompañado por mi ”ángel custodio” en uniforme- en el magnifico y suntuoso Consulado de otro país, para pedir un simple visado de transito, valido por muy pocos días, sin el cual el Gobierno de Vichy no permitía a nadie salir de Francia, puesto que no existía, en aque1 entonces, ningún medio de transporte directo entre Francia y México en este Consulado tuve que contestar a una infinidad de preguntas: cuales eran mis opiniones políticas, a cuales partidos había pertenecido y pertenecía, etc., etc., -y por fin me comunicaron que muy difícilmente me otorgarían el visado de transito y, en ningún caso, antes de muchas semanas.

En verdad fui tratado -a pesar que se sabia que yo estaba internado a causa de mis ideas antifascistas- ni más ni menos que como un solicitante fastidioso, así como fueron tratados, por otra parte, todos los refugiados políticos de todos los países que se encontraban en aquel Consulado.

Con este precedente, yo esperaba un interrogatorio mucho mas minucioso, mucho mas severo por parte del Consulado de México, por ser el país que debía otorgarme no un simple visado de transito, sino el permiso de vivir indefinidamente en su territorio. Grande fue pues mi sorpresa y mi alegría al observar no solo que el personal del Consulado, desde el mas modesto empleado hasta el señor Cónsul Bosques, demostraban conmigo y con todos los refugiados que llenaban las oficinas, una cortesía exquisita y una evidente simpatía, sino que para entregarme los papeles necesarios al viaje (yo no tenia, claro está, el pasaporte italiano) y el visado de entrada en México, no me pidieron otra cosa que la prueba de mis generalidades y de mi calidad de refugiado político antifascista.

– ¡El señor Bosques me ha reconciliado con la diplomacia! – decía algunos días después a mis amigos del campo del Vernet, donde había sido obligado a volver…

Dejar definitivamente este campo y salir de Francia era en efecto muy difícil, casi imposible, sin
el visado de transito que yo había pedido, pues mientras a otros refugiados, menos conocidos como militantes de izquierda ó, tal vez, considerados menos ”peligrosos” que yo, se les otorgó al fin este visado, yo nunca pude conseguirlo.

Una vez mas, solo el interés demostrado por el Consulado de México y por el señor Bosques personalmente, junto con la buena voluntad de algunos funcionarios franceses, pudieron superando una infinidad de obstáculos, permitirme embarcar con mi esposa el 6 de mayo de 1941 en el barco que debía llevarme a la Martinica.

Lo que Gilberto Bosques ha hecho por mi, con el fin de sacarme del campo de concentración haciéndome posible llegar a este gran país libre, democrático y hospitalario, él y sus colaboradores lo han realizado -y mucho mas aún en numerosas ocasiones por centenares y millares de otras víctimas del nazi fascismo.

Nada de burocrático, nada de ”reglamentario” nada de humillante había en su actitud sino por el contrario, una sencillez, una comprensión de nuestros sufrimientos y una manifiesta voluntad de ayudarnos que nunca podremos olvidar y que nos hizo amar antes aun de conocerlos, el lejano país hacia el cual debíamos dirigirnos, su pueblo y sus gobernantes.

Fueron aquellos nuestros primeros contactos con México. Pero fueron suficientes para hacernos comprender que no se trataba de un país y de un gobierno como casi todos los otros y que, en México nos encontraríamos como hermanos entre hermanos, como hombres libres entre hombres libres. El porvenir confirmó plenamente esta primera impresión.

Por esto, cuando supimos todos los refugiados en México que tuvimos la dicha de conocer a Gilberto Bosques en Francia, que se encontraba prisionero de los alemanes, nos afligimos profundamente y durante el largo período de tiempo en que Gilberto Bosques estuvo entre las garras de los nazis, aislado de México y del mundo, pensábamos en él a menudo no so1o como un hombre con el cual teníamos una gran deuda, sino como en el capitán de un barco que, para salvar al más grande numero posible de pasajeros, que él ni siquiera conoce, se queda en el puesto del peligro hasta el último momento, aún a costa de pagar con la vida su abnegación y su heroísmo.

¿Como extrañarse, pues, si ahora que se sabe que Gilberto Bosques está libre y que pronto llegará a su patria que centenares y millares de refugiados políticos antifascistas de todos los países lo esperan aquí en México, como se espera aun bienhechor y a un amigo y se preparan a ofrecerle, aunque sea muy modestamente el testimonio de su admiración, de su gratitud y de su cariño?